BOUTEILLE À L’OCÉAN 1. Los sobres.

Este año, como todas las Navidades, mi padre ha repartido los sobres con las strenia que nuestros mayores entregan a los «jóvenes» de la familia, aunque estemos a punto de cumplir los cincuenta. Yo, a mi vez, le he entregado a mi ahijado su sobre número veintiuno. Como este año tenía un poco más de tiempo, la mañana del día de Nochebuena dediqué unos minutos a buscar en internet sobres personalizables y decorados, para que la entrega del frio numerario fuera un poco menos fría.

Encontré una página que ofrecía un buen número de opciones y, lo que es más importante, unas instrucciones sencillas que permitían a un cateto digital y a una nulidad manual como yo, imprimir, recortar y pegar hasta conseguir un resultado decente. Tal hazaña me llevó casi media hora, entre intentos fallidos y luchas encarnizadas con el tubo de pegamento. El resultado, tan satisfactorio para mí como si hubiese montado la Torre Eiffel a escala con cerillas, fue un sobre tamaño americano de un azul profundo, escarchado con líneas blancas simulando borrascas y copos de nieve. En el centro, con una bonita tipografía elegida de entre las cientos de posibilidades que el ordenador ofrecía, el nombre del interesado.

Le entregué el sobre orgulloso del trabajo y del resultado, que gustó a todos los presentes. Cuando mi padre me entregó el sobre que me iba destinado, me lo guardé en el bolsillo casi maquinalmente, sin prestarle atención, como egoístamente hacemos muchas veces al interactuar con nuestros padres.

Por la noche, después de cenar, encontré en mis bolsillos el sobre, idéntico al de todos los años, pequeño y de color marfil. En el centro, con la letra clara, rectilínea y puntiaguda de mi padre, de una nitidez que yo no conseguiría aunque lo intentase hasta la extinción del Sol, estaba mi nombre. Y entonces caí en lo fatuo de mi orgullo, y me estremecí pensando en todo lo que, junto con la tinta, se había plasmado en aquel sencillo papel mientras él lo iba escribiendo pacientemente, tal y como, con la misma paciencia, me ha ido escribiendo a mí en la vida.

EL MUNDO ¿NO? VA A CAMBIAR

A no ser que algún manitas de una galaxia muy, muy lejana haya inventado la estrella de la muerte (otra vez), y que casualmente estemos en la zona de prácticas de tiro, va a ser muy difícil hacer desaparecer este pedrusco que lleva flotando en el mismo rincón del universo desde hace millones de años entre meteoritos, tormentas solares, agujeros negros, Thanos y otras lindezas cósmicas.

Pero de lo que no hay prácticamente ninguna duda es de que a un plazo mucho más corto de lo que nos gustaría a esta tierra nuestra,  como diría un político de antaño,  no la va a conocer ni la madre que la parió (el padre, Caos, en este caso, si hacemos caso a los clásicos).

Su evolución natural, acrecentada o alterada por un cambio climático jaleado por la supina estupidez del ser humano así, a bulto, como especie, van a provocar que las próximas generaciones, qué digo, la próxima generación misma, no conozca una estabilidad y una continuidad como la que los cuarencincuentones de hoy en día hemos conocido respecto a la de nuestros padres, sociopolíticamente hablando, y respecto a la última gran glaciación en términos geológicos.

El calentamiento global que está acabando con la biodiversidad del planeta, el deshielo de los polos que provocará no solo la subida del nivel del mar, sino el cambio en las corrientes marinas que regulan el clima, la desaparición del permafrost, que, para acabar de arreglarlo, puede llegar a arrojar a la atmósfera los billones de toneladas de CO2 que aprisiona, por no hablar de los virus, bacterias y otros bichejos que nunca conocieron un mono evolucionado como nosotros y pueden tener curiosidad por saber si somos comestibles, todo ello aumentado exponencialmente por la contaminación, la sobrexplotación, la superpoblación y todos los superlativos que se nos ocurran, nos llevan a un cambio radical que habrá que saber gestionar, pues al igual que el programa televisivo, o nos deja más guapos o acabamos con tres narices y dos tetas en la frente.

Como dirán aquellos a los que la deriva actual les conviene para seguir medrando a costa del mal ajeno, la humanidad ya ha conocido otras convulsiones sociopolíticas (muchas) y otros cambios geológicos y climáticos (pocos, pero de narices, que se lo digan a los dinosaurios, o a los que se la tuvieron que ver con la última glaciación).

La diferencia es que cuando ocurrió el último de dichos cambios la punta de nuestra tecnología era de sílex, y cuando las revoluciones, políticas o económicas, conquistas, independencias, expansiones imperialistas etc…, incluso las más recientes, los medios de los que disponíamos para entregarnos a nuestro deporte favorito, darnos cera unos a otros, solo alcanzaba para acabar con unos cientos, miles, cientos de miles, o, tristemente, en el peor de los casos, algunos millones a la vez.

Ahora, sin embargo, disponemos de la tecnología y los conocimientos necesarios, si no para evitar ese cambio, por lo menos para asumirlo y adaptarnos a sus consecuencias de modo que nos afecte lo menos posible y que la transición al nuevo estado de cosas no sea traumática, pero, al mismo tiempo, tenemos los medios para enviar a la porra a la mayor parte de la población mundial, si no toda ella.

Por eso, para lograr sobrevivir debemos dejar de hacer el borrico, que es básicamente lo que hemos venido haciendo desde que nos bajamos de los árboles. Aunque empiezo a pensar que a Darwin se le pegaron dos páginas de la enciclopedia y, en lugar del mono, donde los haya, descendemos de los lemmings, cuyas características principales son su comportamiento agresivo, su reproducción descontrolada incluso en perjuicio de su propia supervivencia, y su instinto de avanzar aborregados y ciegamente en una dirección sin mirar a donde van y sin importarles si eso los lleva a su destrucción (¿les suena?). Vamos, que les damos una coca-cola a cada uno y son igualitos que nosotros.

Y es que esa tecnología capaz de amortiguarnos el salto es la misma cuya utilización miope e interesada es parte del problema y, si seguimos así, puede agravarlo y acabar por dejar a la tierra como una bola parda más colgada en el cosmos de la que hasta los tartígrados desearán emigrar.

Señores, por primera vez desde que nuestra tatatatatatarabuela la ameba empezó a realizar sus funciones vitales, tenemos la capacidad de decidir el próximo paso en la evolución del mundo, de nuestra propia evolución, aunque ello tenga más peligro que dejar que un grupo de elefantes juegue al futbol con un jarrón Ming y, vistos nuestros antecedentes, tengamos las mismas posibilidades de sobrevivir que el pobre trasto.

¿Decidiremos nosotros el final del partido o nos quedaremos en la grada comiendo palomitas esperando que otros lo jueguen por nosotros?

MANOS ARRIBA, ESTO ES UN BANCO

 

Esta semana me han cobrado en el banco la friolera de 15 euros por RECIBIR una transferencia. Hace unos años quizá no me hubiera importado, pero por alguna razón me ha parecido  la gota que coma el vaso y he sido presa de una indignación supina. Quizá es que antes era un tanto ingenuo y conformista. Quizá es que ya estoy más cerca de esa edad en que se rabia por todo y no se puede masticar casi nada que de mi nacimiento. O las dos cosas.

El tema es que los bancos cada vez nos prestan menos servicios y nos cobran más comisiones por cosas que no necesitamos o que a ellos  no les cuesta ningún esfuerzo. En mi sucursal de cabecera el servicio de caja, atendido por una sola persona, se interrumpe a las once. Determinados servicios, como el pago de recibos, se limitan a dos días a la semana antes de las diez. Fuera de esos horarios, o para la mayoría de operaciones como poner la libreta al día, retirar efectivo etc… te remiten a la calurosa ayuda del cajero automático. Asimismo, te animan por todos los medios a que utilices la «banca electrónica», algo que a mi, y a mucha gente, se nos antoja una hazaña tal como adentrarnos en el laberinto del Minotauro o intentar volver a Itaca desde Troya, pasando por Calatayud (y eso que todavía soy afortunado por vivir cerca de un cajero y no en un pueblo donde va un autobús de uvas a peras y si tienes suerte y no te achicharras o te congelas en la cola puedes acceder graciosamente a tus ahorros en unas pocas horas).

Es la doctrina del Do It Yourself llevada al servicio bancario. Y digo yo, en dichas circunstancias ¿De qué nos sirve a las personas ajenas a las grandes finanzas, inversiones y otras aventuras, a quienes a lo único que aspiramos es a poder conservar y disponer de nuestro dinero con comodidad y eficacia, de qué nos sirve un banco, si no nos presta esos servicios?

Para mí, toda contraprestación sin servicio es una estafa, o directamente un robo.

 

 

Hasta en las ocasiones en que se les necesita para obtener un préstamo, te engañan, te repercuten los gastos, (digan lo que digan las leyes, se las apañan para que tú pagues la fiesta), te obligan a suscribir seguros y otros servicios superfluos o que otros te podrían prestar en mejores condiciones, te obligan, en definitiva, a pasar por el aro, hablando en plata.

Al mismo tiempo que suben e incrementan las comisiones y nos aprietan con los préstamos, reducen plantilla e incrementan beneficios.

Utilizan nuestro dinero para especular y generar pingües beneficios a cambio de unos intereses mínimos o nulos, a menudo inferiores a las comisiones que nos cobran, mientras sus cifras de ganancias, sus sueldos, pluses, bonos o cualquiera que sea el bonito nombre que le den a nuestro expolio no solo no desaparecen o se moderan, sino que continúan aumentando, bien blindados y protegidos.

Podría decirse que, como en la fábula del escorpión, está en su naturaleza, pero en la mayoría de sitios con escorpiones a estos cuando te pican se les aplasta limpiamente con el tacón de la bota, pero aquí se les alimenta y se les engorda como a mascotas en un terrario.

Y cabe preguntarse ¿Hasta cuándo nos dejaremos picar sin protestar, sin negarnos a ser ordeñados y sin arrancarles las colas?

 

 

17

Como cada 17 de mayo me asomo a Torgalmenningen para ver la procesión cívica de Bergen. Los mástiles están engalanados con banderas nacionales. El monumento a los marinos de todas las épocas guarda imperturbable la entrada de la plaza, esperando la llegada de los estandartes, los globos y la música.

Pero este año no habrá celebración. Hoy la plaza está vacía y lluviosa. Solo algunos irreductibles pasean con el traje típico, y el lugar de las multitudes lo ocupa una patrulla de las fuerzas de seguridad que vigila para evitar concentraciones. Pequeños grupos de paseantes fuertemente abrigados atraviesan el espacio en todas direcciones, rumbo a sus reuniones familiares. Algunos repartidores en bicicleta descansan bajo el árbol frente a los almacenes Sundt, ya verde y frondoso en esta nueva primavera.

Sobre las doce y media, el sol ha asomado tímidamente durante dos minutos, en un intento de animar la fiesta fallida, todo un esfuerzo puesto que en Bergen la lluvia es la reina todo el año, y a la una ha retomado la ciudad en un asalto definitivo.

Las gaviotas derivan sobre la plaza, arrastradas por el  fuerte viento, que sube por la avenida con una promesa de mar.

 

PLASTICO

Cuando, asombrosamente, nuestra sociedad «occidental» parecía convencerse, a fuerza de envenenarse con ellos, de la necesidad de prescindir de los plásticos y sustituirlos en la medida de lo posible por otros materiales, cuando muchos gobiernos habían asumido el desafío prohibiendo las bolsas, los cubiertos, bastoncillos, pajitas y otros elementos desechables, cuando las industrias alternativas estaban incorporando el bambú, el maíz, las patatas, los hongos, el papel, ¡Incluso la pasta! Para sus embalajes y productos, cuando, finalmente, cada vez más gente estaba comprometida con el reciclaje, con la vuelta al vidrio, a las bolsas y los envases reutilizables o biodegradables, llegó el Covid-19 para fastidiar, en un sentido más, nuestras vidas.

En la lucha contra la pandemia se utilizan un sinfín de elementos tales como guantes, pantallas, mascarillas, equipos de protección, botellas de gel hidroalcohólico, compuestos al 100% o en su mayor parte de plástico, de cuyo reciclaje nadie se preocupa. Antes bien, no es raro encontrarlos tirados y esparcidos en cualquier parte.

Autor: Roger Carrasquer

 

Por otra parte, el miedo al contagio nos ha llevado de vuelta al sobreempaquetado, los envases, cubiertos y todo tipo de elementos desechables, además de otros elementos empleados para la vuelta a la “normalidad” como mamparas y separaciones de plástico y metacrilato en todas sus formas, texturas, espesores y colores.

A ello se une el hecho de que, lejos de tratarse adecuadamente o reciclarse, estos objetos son abandonados en cualquier parte, tirados al tun tun por miedo a que hayan quedado contaminados.

Todo ello es, seguro, solo la pequeña parte del total que mi limitada imaginación puede alcanzar a columbrar, y doy por seguro que cualquiera que lea estas líneas es capaz de pensar en muchos otros objetos y materiales, y añadirlos a la lista, pues es una evidencia que cualquiera puede llegar a apreciar a poco que tenga ojos.

Y, con las catástrofes, llegan los buitres, oportunistas económicos que han visto en la fabricación de todo ello y el relanzamiento del plástico una oportunidad de medrar a costa de la necesidad, el miedo y la ignorancia de la población.

En solo unos meses, pues, hemos vuelto atrás, muchos, muchos años atrás, en muchos aspectos. Crisis económica, inestabilidad geopolítica, aumento de las diferencias sociales, levantamiento de fronteras, y, entre todos estos retrocesos, la vuelta al plástico no es el menos despreciable.

Y sin embargo, se da la curiosa circunstancia que cada vez es mayor el número de opiniones cualificadas que se dan para advertirnos que el plástico no es, no en todos los aspectos al menos, la barrera ideal contra la expansión del virus. Antes bien, es una de las superficies sobre las que el bicho en cuestión sobrevive más tiempo, en comparación con la tela, la madera o el cartón.

Por consiguiente, si no queremos sobrevivir a la pandemia, a la crisis, a los conflictos internacionales, para morir ahogados por la porquería, hay que seguir en la brecha, tenemos que continuar la lucha, y esperemos que, llegada una deseable estabilidad, pasado el sobresalto y la emergencia, cuando el virus haya sido erradicado o lo hayamos incorporado al normal de nuestras vidas, retomemos la senda y encontremos alternativas al uso compulsivo del plástico también en este aspecto, pues de otro modo de poco nos va a servir sobrevivir al coronavirus. El que sobreviva.

DRAGONES/DRAGONS

DRAGONES

Hace un tiempo tuve la ocasión de conocer a un familiar de un conocido mío, al que éste rendía visita regularmente para hacerle compañía durante unas horas dado que, a su avanzada edad, había dejado ya por el camino a la mayoría de sus compañeros de viaje.

Se trataba de un pequeño anciano amarillento, en una pequeña habitación amarillenta a la que, como en todos los demás aspectos de su vida, se había retirado, dejando el resto de la casa y de su existencia silencioso, vacío y a oscuras, limitando su mundo al halo incierto que una lámpara de pie arrojaba sobre él y su mecedora.

Durante el rato que permanecimos allí me enteré, más por la cháchara de mi amigo, quien intentaba mantener una conversación que llenara la habitación en penumbra, que por el introspecto anciano, de que tras finalizar sus estudios de contabilidad había sido oficinista, prestando servicios durante cuarenta años en la misma empresa ante la misma mesa, con cuarenta compañeros más y sus respectivas mesas, de los que, llegada la jubilación hacía algunos años, nada había vuelto a saber.

Se casó a la edad conveniente con la mujer conveniente, la cual compartía con él ciertas inquietudes literarias que nunca atinaron a despuntar entre aquellos escasos aspectos de su vida que pasaron de la mera concepción a la realización, y un más que moderado sentimiento religioso que acaso llenase en ellos el vacío al que Dios, en su mapa de caminos insondables, los había conducido al no bendecirlos con un hijo.

Ella había ido a pedir cuentas al Altísimo hacía algunos años, y el anciano, solo excepto por las visitas de familiares lejanos que cada vez se prodigaban menos, había ido apagando las luces y cerrando las habitaciones de su vida mientras se dirigía a la misma estación, y esperaba allí, en su asiento de terciopelo gastado, a que llegase su turno.

En el único momento en que la vida asomó con fuerza a los ojos del anciano fue cuando mi amigo sacó a relucir su temprana afición por el dibujo, allá por su adolescencia. Ante la insistencia de su familiar, pero no sin reticencia, en lo que presumí debía ser tácito ritual en sus visitas, el hombre sacó los brazos de bajo la mesa, donde un brasero mantenía alejado el frío físico de aquel diciembre, y extrajo de entre su mecedora y la pared un enorme cartapacio que, por lo descolorido y lo ajado de las cintas que lo ataban, ya debía servirle de joven para guardar sus obras.

Poco a poco sus mejillas tomaron algo de color y su voz se hizo más audible y menos áspera mientras, con unas manos tan apergaminadas como los folios y cuartillas que nos mostraba, fue enseñándonos unas dos docenas de dibujos a tinta cuya bella factura no pude dejar de apreciar, siquiera fuese desde mi relativa ignorancia en cuestiones artísticas.

Los temas eran diversos. Paisajes, naturalezas muertas, animales, algunos retratos, entre los cuales destacaba uno especialmente hermoso de una muchacha, algo emborronado y a medio terminar.

Pero mientras nos iba mostrando uno a uno aquellos ecos del pasado, mi atención quedó totalmente atrapada por un dibujo que no dormía los años en aquella carpeta, sino que se hallaba colgado en un sencillo marco a pocos centímetros de la cabeza del anciano, de modo que con solo alzar la vista en los escasos momentos en que no dormitaba, podía posar los ojos en el mismo.

Representaba aquel dibujo la cabeza, las alas y la pata derecha de un fiero dragón encaramado a un risco, adelantada esta última como si se dispusiera a escapar de su prisión de celulosa y quedando el resto de su cuerpo apenas esbozado.

Me resultó curioso que de todos los dibujos realizados en su temprana juventud, de todos los supervivientes que lo acompañaban en aquellos días postreros, hubiera elegido justo aquel como el más cercano, como el que le acompañaría en su retirada, y me dio por pensar que, durante aquellos cuarenta años de monotonía, acaso su cuerpo estuviera ante su mesa, y su cerebro echando cuentas, pero su espíritu de seguro volaba libre, y todavía lo hacía.

Y aquel fiero dragón, aquel esbozo de tinta que miraba con ojos llameantes desde su risco y a través de la penumbra, parecía decir con un eco cavernoso: “Mortales, si alguna vez os habitaron, no dejéis morir a vuestros dragones”.

 

DRAGONS

Il y a quelque temps j’ai eu l’occasion d’accompagner un de mes amis proches lorsqu’il visitait un parent à qui il rendait visite régulièrement pour lui tenir compagnie pendant quelques heures puisque, à son grand âge, il avait laissé sur le chemin la plupart de ses compagnons de voyage.

C’était un petit vieillard à la peau jaunie, dans une petite pièce aux murs jaunis où il s’était tapi, comme par ailleurs il l’avait fait pour tous les autres aspects de son existence, en laissant le reste de sa maison et de sa vie vides, dans l’obscurité et le silence, tout son monde limité au halo qu’une lampe de pied projetait sur lui et sa berceuse.

Pendant notre visite, j’ai appris grâce au bavardage de mon ami, lequel essayait de tenir une conversation afin de remplir la pièce en pénombre, plutôt que par les rares mots prononcés par ce vieux au caractère renfermé, qu’après la fin de ses études en comptabilité il avait travaillé dans le même bureau pendant quarante ans, devant la même table, avec quarante autres employés, chacun devant sa propre table, et desquels il n’avait plus rien su après sa retraite, quelques années auparavant.

Il s’était marié à un âge correct avec une femme correcte, avec qui il partageait un goût pour la littérature qui n’a pas su aboutir à rien, tout comme tant d’autres penchants qui ne sont pas passés de la conception à la réalisation, et un sentiment religieux plus que modéré qui probablement venait remplir en eux le vide où le Bon Dieu, dans sa carte de chemins insondables, les avait égarés en se refusant de les bénir avec un enfant.

Elle était partie depuis quelques années demander des comptes au Créateur, et le vieux, seul à l’exception des visites chaque fois plus éparses de quelques parents lointains, avait éteint et fermé toutes les chambres de sa vie tout en se dirigeant vers la même gare, où il attendait son tour sur son siège au velours usé.

Ce fut seulement quand mon ami évoqua un précoce goût pour le dessin dans son adolescence que je vis s’animer les yeux du vieux. Pressé par son proche, mais non sans réticence, en ce qui me sembla être un rituel tacite lors de ses rencontres, l’homme extirpa ses bras de sous la table où un petit chauffage électrique éloignait le froid de ce décembre glacial de ses maigres chairs, et sortit un énorme cartable jusqu’alors caché entre lui et le mur et dont très probablement il devait se servir déjà  quand il était jeune, à en juger par ses couleurs usées et les rubans élimés qui le fermaient.

Petit à petit, ses joues ont repris des couleurs et sa voix est devenue audible et moins âpre tandis que, de ses mains aussi parcheminées que les feuilles et feuillets qu’il nous montrait, il nous a fait voir une paire de douzaines de dessins à l’encre d’une très belle facture que je ne pus m’empêcher d’admirer, malgré mon ignorance en matière d’art.

Les sujets étaient divers. Des paysages, des natures mortes, des animaux, quelques portraits, parmi lesquels un particulièrement beau, un peu délavé et juste à moitié fini, représentant le visage  d’une jeune fille.

Mais pendant qu’il nous montrait un par un ces échos du passé, mon attention fut complètement absorbée par la contemplation d’un dessin qui ne dormait pas depuis des années dans ce cartable, mais qui trônait  accroché au mur dans un cadre modeste à quelques centimètres de la tête du vieux, de telle façon qu’il pouvait le contempler aisément juste en levant les yeux, dans ces rares moments où il ne somnolait pas.

Il représentait la tête, les ailes et la patte avant droite d’un dragon féroce perché sur un rocher, lequel semblait prêt à sauter hors de sa prison de cellulose, et dont le reste du corps était à peine esquissé.

Il m ‘a semblé bizarre que d’entre tous ces dessins de sa jeunesse, d’entre tous ces survivants qui l’accompagnaient dans ses derniers jours, il eut choisi celui-là pour l’avoir à sa portée, pour l’accompagner dans sa retraite, et il m’est venu à l’esprit que, pendant ces quarante ans de monotonie, peut-être son corps était ancré à sa table, et son cerveau faisait des comptes, mais son esprit surement volait libre, et il volait toujours.

Et ce dragon féroce, cette ébauche à l’encre qui nous regardait de ses yeux flambants du haut de son rocher à travers la pièce sombre, semblait nous dire d’une voix caverneuse : « Mortels, si jamais ils vous ont habité, ne laissez pas mourir vos dragons ».

FELIZ 2017

Hace casi un año, cuando la candidatura de Donald Trump a la Presidencia de los Estados Unidos de América pasó de ser un chiste a una posibilidad más que seria, me dio por reflejar mis temores al respecto en un desvarío que titulé “La Trampa de Trump”.

Mi inquietud aumentó cuando, una vez elegido, se trocó de encantador de serpientes  en director de circo y empezó a elegir para su gobierno a lo mejor de cada casa.

Nadie puede estar tranquilo viendo como el muy lumbreras nombra jefe de la diplomacia a un amiguete de Putin y Presidente de Exxon, como responsable de educación a una paladín de los colegios privados, como responsable del Tesoro a un exdirigente de Goldman Sachs (si, esos que soltaron la mierda en la que nadamos hoy), como responsable de medio ambiente a un señor que niega el calentamiento global y como Secretario de Defensa a otro que llaman “Perro Loco”, seguro que porque es todo bondad y conciliación, entre otros, y que además resulta que son el ramillete de gobernantes más ricos de la historia, seguros adalides, pues, de la igualdad de clases.

Vamos, que solo le falta poner a pirómanos reincidentes al frente de todos los parques de bomberos y chamanes en los hospitales públicos, e incluso se rumorea que en CSI van a cambiar a David Caruso por Charles Manson.

No se puede negar que a día de hoy la trampa se ha cerrado.

Pero tengo que reconocer que todas mis preocupaciones eran infundadas y que ya no temo a la incertidumbre creada por la elección de Trump, porque ahora tengo la absoluta certeza de que vamos a morir todos.

Y es que a la llegada de Trump y sus Jinetes del Apocalipsis, se suma el hecho de que a su rebufo han cobrado fuerza y han salido a la luz otras calamidades igual o más nefastas para nuestro futuro. Cual chiquillos haciendo travesuras, adolescentes ligando un domingo por la tarde,  invitados acechando los canapés o humanos en cualquier actividad gregaria que se tercie, una vez que el primero se ha decidido, todos van detrás.

Cierto es que antes del advenimiento de esta mezcla de Daniel el Travieso y Hulk que se va a mudar a la Casa Blanca ya andaban los orcos agitándose por ahí, máxime desde aquello de la crisis que nos cayó o nos soltaron encima y que tan bien les ha venido a los de siempre para medrar a costa de los demás.

Ya por entonces los movimientos de extrema derecha crecían en poder e intensidad en muchos países, como Francia, Holanda, Grecia, Austria, entre otros.

Igualmente, algunos líderes empezaban a cuestionar la autoridad de las instituciones en las que años antes se morían por entrar, como Hungría y el resto de los países del Grupo de Visegrado (Polonia, República Checa y Eslovaquia) ejerciendo una disidencia permanente en la Unión Europea, por no hablar de los países Balcánicos (Ah, los Balcanes, ese bonito avispero), e incluso países que en el último siglo se habían constituido en pilar de las alianzas occidentales y de la propia Unión decidían largar velas y volver a su aislamiento atlántico.

Y por si faltara poco, Mr. Putin, tras acabar de reunir los pedazos de la URSS y constituirse en el nuevo “padrecito”, iba más allá de las bravatas en cueros colgadas en internet y tanteaba la fuerza y decisión del resto de países fomentando sin querer queriendo la secesión en Ucrania, apoyando al régimen sirio o mandando a pasear sus aviones por El Ferrol.

Pero desde la llegada de Trump, todos aquellos que actuaban desde las sombras o al menos desde la excepción han dado un paso al frente y de ser reprobados como “políticamente incorrectos” y se han convertido en nueva tendencia, igual que la vuelta de los pantalones fuseau (otra señal de que el mundo se acaba). El “saltemos por los aires” es el nuevo negro.

Porque ahora va y resulta que se descubre que Rusia fue la que propició y auspició el vuelco electoral en USA, y todo el mundo acepta el hecho tan naturalmente, y Putin actúa ya abiertamente como potencia predominante en oriente medio.

Las neoderechas ya no son una anécdota sino una alternativa cuando no una realidad de gobierno en muchos países, y los que todavía no lo son (en Austria se han librado por los pelos) se frotan las patitas como la Sra. Le Pen. Ya no son los parias políticos, sino los amos del cotarro.

Y, por si fuera poco, se deshilachan las uniones y alianzas que mantenían un precario equilibrio en este de natural convulso mundo nuestro, con Trump (si, otra vez ese que en breve podrá apretar el botoncito nuclear como quien tira de la cadena) ciscándose abiertamente en una esclerótica ONU que tiene los días contados, los socios de la Unión Europea más mosqueados que la familia Annibal Lecter en nochebuena, barriendo cada uno pa su casa y echando incienso en el cadáver de la abuela mientras se reparten las joyas, e Israel que ya no se “ajunta” con medio mundo a dos pasos de una cuna de la civilización” campan a sus anchas varios miles de ceporros deseosos de acabar con ella, medrando en la lucha de poderes políticos y económicos que tienen allí su campo de juegos (y sus campos petrolíferos).

Por no hablar de la que tenemos liada por esta Iberia nuestra… pero esa es otra historia.

Señores, disfruten del 2017, que podría ser el último…

ANTORCHAS

La luna le levanta sobre las primeras casas del pueblo, la calma del bosque se ve alterada por un rumor que crece hasta convertirse en el vocerío de una muchedumbre exaltada, al borde del paroxismo. Los cuchillos, hoces y horcas brillan al ser blandidas bajo la luz de las antorchas. La masa, sin saber muy bien quién o como inició aquella avalancha, marcha hacia la casa del alcalde, o hacia el castillo, o hacia la casa de la vieja que vive sola en el monte… y allí sucede lo inevitable.
Esta podría ser una de tantas escenas que hemos visto o leído en innumerables películas, libros o series, desde Frankenstein a Shrek, y que hoy en día creemos que es cosa de la ficción o del pasado, al menos en estos andurriales que denominamos “sociedad avanzada”.
Nada más lejos de la realidad. Esta escena se repite diariamente miles de veces en miles de lugares a lo largo del planeta, o mejor dicho, en un solo lugar, si realmente lo es, ese que llaman el ciberespacio.
Sin embargo, en las modernas cazas al hombre ya no se blanden hoces y antorchas (sospecho que más de uno se cortaría una mano o se quemaría el pelo, más que nada por falta de costumbre), ni se avanza en manadas, sino que nos basta un teclado de cualquier tipo.
Con la llegada de las «nuevas tecnologías» un término que en si mismo ya se está quedando anticuado, el milenario deporte de darle a la sin hueso para poner al prójimo a caldo, tan arraigado en el ser humano, ha pasado de tener la repercusión local de un campeonato de lanzamiento de huesos de aceitunas a la mundial de unos juegos olímpicos, con consecuencias escalofriantes.
Resulta asombrosamente fácil para cualquiera hoy en día, amparado en el anonimato o a nick descubierto, iniciar una de tales campañas basadas muchas veces en infundios,   en medias verdades, o incluso en hechos ciertos torticeramente utilizados, las más de las veces todo ello bien envuelto en una capa de pretendida justicia, y que ello encuentre eco en miles de personas que en muchos de los casos desconocen todo del asunto y se dejan llevar por un concepto, una moda, el aburrimiento o la pura mala baba.
Y aunque salvo en raras ocasiones este linchamiento supuestamente virtual, pero que es muy, muy real, no acaba con su objetivo en la hoguera, colgado de un árbol o clavado en su puerta, las consecuencias, merecidas o no, pueden ser igualmente devastadoras a nivel personal o social.
La mayoría de nosotros estaría completamente indefenso contra una de esas campañas, pero mientras no nos afectan preferimos ignorarlo o incluso aprovecharnos y montar alguna que otra vez en uno de los caballos de esa Caza Salvaje telemática.
Por una parte, nos encontramos con una débil protección jurídica, agravada recientemente con la despenalización de los supuestos más “leves” de este tipo de actos, lo cual merece ya todo un ensayo y una profunda reflexión, pues lo que para el Juzgador puede ser leve, para la persona afectada puede llegar a ser un drama.

Asimismo nos encontramos con la difusa, móvil y, por qué no reconocerlo, laxa y arbitraria línea jurisprudencial entre la libertad de expresión y el derecho al honor, cuyo dial va recorriendo la escala en función muchas veces de quienes sean el ofensor y el ofendido, sin que pueda llegar a establecerse un criterio claro.
Por otra parte, nos topamos con grandes dificultades técnicas en la persecución de tales conductas, y es que, en todo esto, como en las películas de Louis de Funes, mientras los culpables van en Porsche, los perseguidores van en un dos caballos, habida cuenta de la falta de medios e instrumentos tanto físicos como jurídicos, para la persecución del ciberdelito. Algunos todavía no se han enterado que los Vaquillas cada vez son menos, y que cada vez la delincuencia, como casi todo en esta vida loca que llevamos, se ha pasado de las calles a los bits, y que a pesar de ello se sigue combatiendo el crimen como en tiempos de Jack el Destripador, y casi siempre con los mismos fútiles resultados.
Los lábiles controles de identificación en la red permiten, es más, es lo más común, obtener cuentas e identidades que nos permiten actuar de cualquier forma en cualquier ámbito y medio electrónico sin tener que facilitar ni un solo dato verdadero, y eso nos llevaría a un debate, que no es objeto de esta chapa que estoy soltando, entre si debe primar la libertad o la seguridad en este y en todos los ámbitos de la vida.
En la mayoría de los casos, cuando se produce un delito informático, no se puede investigar quién se encuentra tras el Vengadordulce o Pichafría32. Con cierta lógica, cuando la justicia se decide a lidiar con los oscurantistas protocolos de los proveedores de servicios informáticos, los pocos recursos disponibles se destinan a asuntos graves como delitos sexuales, principalmente contra menores y similares. Nada que oponer, sino reclamar el aumento de tales recursos para que puedan cubrir otros delitos.
Y es que el resto estamos desnudos como gusanos frente a cualquier indeseable. Para obtener una condena, además de las dificultades jurídicas ya indicadas, hay que invertir grandes cantidades en intentar obtener la más mínima prueba y enzarzarse en costosos procedimientos, no siempre con garantías de éxito. Sólo quien dispone de grandes medios puede adentrarse en dichos caminos, y muchas veces la recompensa es magra. Si en algún momento se consigue acreditar que fulanito es el cazador de turno, se le cancela el blog, se anula su cuenta y se le obliga a rectificar, nada le impide acudir de nuevo a la red bajo otro nombre y volver a empezar, y el ciclo continúa, como cuando en los dibujos animados intentan tapar con manos y pies los agujeros que van saliendo en el casco del barco, por no hablar de que resulta prácticamente imposible dirigirse contra todos los que lo siguieron en su “noche de las bestias” particular.
No sé si la solución es dejarlo estar en aras a garantizar la libertad de expresión y apretar el culo para que no nos toque nunca ser la presa, o intentar un mayor control sobre los flujos en la red, con la pérdida de libertades consiguiente, unas libertades de las que muchos componentes de este género humano en el que tan poca fe tengo no saben hacer buen uso.
Lo que si se es que con esta deriva no estamos conduciendo con un mono con una ballesta, sino con un mono con el dedo apoyado en el botón nuclear (y eso que Trump todavía no ha ganado las elecciones).

Y CORREA SE SOLTÓ EL CINTURÓN…

…y se puso cómodo, y empezó a largar (a buenas horas) con el yonkie del dinero reconvertido a yonkie de la atención mediática y gurú de la justicia poética haciéndole los coros desde Valencia, que se le abren a uno las carnes y se le agrian los humores de oír hablar con tanto descaro y desparpajo del trasiego de dineros e influencias y de los «hurtamientos» públicos a los que al parecer se dedicaron algunos con verdadera vocación, denuedo y fruicción a partes iguales durante años y ante nuestras narices.

Era el momento esperado, el momento para el que se estaba preparando la oposición desde que todos aprendimos la traducción del alemán de la palabra gürtel. Después de tantas negativas en directo (o vía plasma) y sarcasmos en diferido, trapicheos judiciales y navajazos políticos, tocaba recoger la cosecha de las investigaciones realizadas contra viento, marea y políticos, y resulta que las mieses se van a pudrir en los campos porque no hay nadie para recoger los frutos de tanto esfuerzo.

Y ello porque resulta que casualmente ha sido el momento esperado por las huestes susanistas para cruzar su Rubicón particular justamente cuando venía más crecido (que ojo tenemos, oiga), con el sigilo y discreción de una banda de hooligans blasfemando en un salón de té, y luego perderse camino de Roma, porque ahora parece que no saben pa donde tirar.

El resultado, en todo caso, es que el Partido Popular va a cruzar el bache de credibilidad más profundo desde su creación pisando alegremente sobre las cabezas de sus enemigos, sin ensuciarse el dobladillo con la mierda del fondo, de rositas y sin tener que enfrentarse a unas elecciones porque me juego las patillas a que Rajoy gana la investidura mientras el PSOE le canta aquello de «Pisa morena, pisa con garbo…». Y es que lo último que me faltaba por oír era a los nuevos «dirigentes» socialistas recogiendo la consigna de la Vicepresidenta Saez con pinta de niña de Santamaría de que las Gürtels, las Taulas, Palmarenas, Bárcenas, Acuameds et j’en passe son cosa del pasado y pelillos a la mar… que solo le falta eso, a la pobre.

Luego, dentro de cuatro años, y suponiendo que un PSOE cainita y descabezado o un Podemos cual águila bicéfala y casquivana consigan hilvanar un remedo de oposición, ya que no cuento ni a los Ciudadanos que giran al sol que más calienta ni a los nacionalistas, puesto que a este paso las nuevas fronteras de España van a estar en La Rioja y en la Franja de Aragón, todo esto será realmente pasado, los nuevos desmanes se habrán hecho con más tiento, y seguiremos en las mismas o en las peores, sea con don Mariano o con otro, eso ha dado siempre igual, pues muchas son las cabezas de la Hidra.

Según las últimas noticias, unos señores trajeados a las puertas de Génova 13 han sacado una gaviota de una caja, la gaviota ha visto su larga sombra, y que no había nadie que arrojase luz sobre el futuro, y han vaticinado que el invierno será muuuuuuuuy largo…

PALIO

Avanzas por la Toscana a las siete de la mañana de un 16 de agosto, día de Palio de la Asunción, para poder llegar pronto a Siena y aparcar en un lugar decente.

“Avanzar” es un decir, porque las carreteras toscanas son una colección de baches de toda condición y dimensión engarzados en una delgada cinta de alquitrán en forma de subidas, bajadas, tirabuzones y curvas cerradas que te hace pensar que todos los diseñadores de montañas rusas del mundo deben de ser de la zona y que te impiden mantener la tercera o cuarta marcha durante más de veinte metros seguidos. Eso sí, todo con mucho encanto.

Los pueblos y las colinas van desfilando hasta llegar a Siena, donde ese GPS maléfico que se complace en llevarte por los caminos por los que hasta las cabras se santiguan te conduce derechito, ¡Oh sorpresa! a la explanada de la Fortezza Medicea donde por suerte Luigi, el hijo de tu casera, te dijo durante la cena de anoche que podrías aparcar si ibas pronto, y aun así pillas uno de los últimos sitios.

Luego sólo hay que incorporarse al personal que fluye por la Via Vittorio Veneto hasta el centro urbano. Son las nueve de la mañana.

Paras para desayunar en un kiosco junto al puente ya que con las prisas has salido en ayunas, admirando la ciudad que aparece majestuosa del otro lado, salida de la historia misma. El sol asciende prometiendo el calor que se espera de él a mediados de agosto, y él siempre cumple sus promesas.

Luego coges aire y cruzas el puente para sumergirte emocionado en las calles que parecen hechas para lucir iglesias, palacios, palacetes y hasta las más humildes casas supervivientes de la época dorada de la ciudad mientras el entusiasmo te cosquillea en el corazón y no sabes dónde mirar.

Las calles aparecen engalanadas con los estandartes de las contradas, que la gente luce al cuello en forma de ornamentados pañuelos. No puedes evitar entrar en la primera tienda de recuerdos y colocarte uno, aunque parezcas un tanto (un tanto mucho) garrulo. Luego sales luciendo orgulloso el emblema de la contrada del Drago, aunque como te lo has comprado de los “no muy caros” el dragón parece más bien una lagartija ebria, pero eso no lo ves, totalmente ganado a la causa como estás, caminando por otros siglos.

Cumplimentas la visita obligada a la ciudad, pegado a la guía, y acabas en la espléndida catedral, también ella engalanada con los estandartes del palio. Durante tus callejeos te cruzas cada vez más frecuentemente con personajes vestidos de época, caballeros, pajes, damas, burgueses, sueltos o en procesión, en silencio o precedidos de tambores y clarines. El Palio va adquiriendo su crescendo.

Como quien se reserva el mejor bocado para el final, llegas por último a la Piazza del Campo. Allí acabas de apreciar la verdadera dimensión de lo que se avecina. La plaza, majestuosa de por sí, está dominada por la Torre del Mangia que nunca creíste que verías en persona. Hay gradas de madera levantadas en todo su perímetro, a los pies de sus palacios y ante sus lonjas. Una pista de albero amarillo brillante rodea la plaza. Del otro lado, un vallado de madera soportado por pequeñas columnas que se levantan cada seis o siete metros delimita la parte interior de la pista por donde va a discurrir la carrera, de forma que el centro de la plaza parece un enorme cercado donde pululan un centenar de personas. Son las doce y media de la mañana.

Mientras visitas el Ayuntamiento te planteas un serio dilema: pasar el resto del día por la ciudad y profundizar la visita o quedarte en la plaza para intentar tener un buen sito para la carrera. Has preguntado cuánto vale un asiento en las lonjas, y del susto casi se te desatan las sandalias y has creído oír cómo el dragón del pañuelo se atragantaba.

Es la una de la tarde, el eco de la leyenda te dice que debes quedarte a presenciar ese espectáculo único, tu temperatura corporal te dice que busques un restaurante fresco y coqueto para comer y te olvides del asunto. El sol sonríe socarrón en lo alto.

Al final te decides y adquieres las provisiones que crees que necesitarás, una caja de galletas saladas, y dos botellas de agua. Iluso.

Como eres muy listo, eliges el lugar más alto de la plaza para poder dominar todo el recorrido. Ocupas tu puesto y te dispones a esperar observando al personal, todavía relativamente escaso.

Los unos se adosan a la valla, como tú, otros se cobijan bajo la sombra de la torre y van desplazándose con ella a lo largo de las horas, como un minutero humano sobre el pavimento.

Al cabo de tan solo media hora empiezas a odiar al sol de la Toscana, que te martillea la cabeza. Espabilados comerciantes venden agua y paraguas de los chinos a un precio que ni el diablo pagaría por tu alma.

Tu voluntad flaquea, te vuelves a plantear lo de la terraza fresquita, pero aguantas, claudicas y compras un paraguas, que, todo sea dicho, su papel hace.

Las colas para refrescarse en la fuente se van poblando al mismo ritmo que la plaza. Aparece una simpática pareja de españoles que se van a convertir en tus compañeros de infortunio. Un poco más allá una familia de franceses han tomado posiciones. Todo el perímetro de la valla está más o menos ocupado.

En ese momento, cuando ya no quedan buenos sitios, el sol ha avanzado lo suficiente como para darte cuenta de lo idiota que eres, y que el punto donde estás tendrá muy buena vista pero será el último en tener sombra.

A las dos y media te crees en el infierno, te has enrollado el pañuelo en la cabeza y lo mojas con el agua, que parece evaporarse a un ritmo endiablado.

El alivio llega a eso de las tres en forma de un camión cisterna que pasa para regar el albero, y junto con todos los demás le reclamas agua como el rico epulón reclamaba a Lázaro. No te defrauda y acabas empapado y contento. A esas alturas ya has perdido toda la vergüenza, y aguantar en la plaza se ha transformado en una cuestión de amor propio.

A las cuatro de la tarde ya no sabes si lo que chorrea por tu cara es el agua, el sudor o tus sesos, te sabes de memoria los palacios y la Torre del Mangio, que no quieres volver a ver en toda tu vida.

En ese momento se cierra la trampa, la plaza queda clausurada, no se puede entrar ni salir, abandonar ya no es una opción. Toda su superficie está ya ocupada.

Luego aparecen ellos, los chicos de Valdimontone. Porque resulta que te has puesto justo enfrente de su tramo de gradas, el de su contrada, y como no tienen dinero para un asiento aquella docena de jovenzuelos mezcla de chulito de mister Ripley y jaque veronés, con sus bermuditas, sus chanclas y su pelo que parece lamido por un camello se dedican a hostigar al personal para quitarles el sitio.

Cual ejército bien organizado, algunos toman las columnillas que sostienen la valla, y otros se dedican a incrustarse en la primera fila. Crece la tensión entre quienes llevan achicharrándose cuatro horas para coger sitio, como tú, igual que crece en un rebaño cuando llega el lobo. Algunos se dejan hacer, a otros les crecen codos extra. Otros se les enfrentan abiertamente, como el padre de la familia de al lado. Saltan las manos y los insultos.

A una orden del cabecilla, Lillo, encaramado junto a tu posición, los ánimos se relajan y los matones de medio pelo quedan al acecho, metiendo un pie, un brazo, un hombro, en cualquier resquicio que les permita acceder a la valla. El sol ya es lo de menos.

Para no pasarte el resto de la tarde lidiando con semejantes gañanes, llegas a un acuerdo con Lillo y con el que te pilla más cerca que también parece el más tono: ellos no te joden la marrana durante la carrera, pero en cuanto acabe les dejas paso para que puedan saltar al albero. “Pas de problème”.

A las cinco empieza a pasar algo, alguien que parece mandar da la vuelta a la plaza escoltado por carabinieri deseosos de hacerle la pelota. Miras a ver si sorprendes a Vittorio de Sicca filmando la escena.

Luego, un cuerpo de guardia montada vestido de gala forma una fila y empieza un trote cochinero alabarda en ristre por la parte contraria de la plaza a la tuya, ves como avanza hasta que en la última curva los pierdes de vista, preparas tu camarilla y sacas un brazo y medio cuerpo por encima de la valla para poder fotografiarlos cuando pasen, menuda foto. De repente oyes un trueno, y en un ¡Ay! Aparece la formación montada, alabardas bajadas y a galope tendido. Un ángel tira de ti en el último momento y te libra de quedar ensartado como un pollo en un espetón. ¡Tu suerte continúa!

A las cinco llega el Cortejo Histórico, donde representantes de todos los barrios y gremios desfilan durante dos horas y pico vestidos de época, caballeros, pajes, artesanos y burgueses, escoltando a los caballos participantes. Una especie de moros y cristianos pero sin moros, vamos, pero hay que reconocer que es muy espectacular. Con el lanzamiento de banderas que has visto mil veces por la tele y que es una de las razones de que hayas soportado tamaño calvario te hinchas a hacer fotos.

A eso de las siete empiezan los preparativos de la carrera, un ritual para determinar las posiciones de salida del que por mucho que te esfuerces no entiendes un pijo. Durante la siguiente media hora te preguntas cien veces por qué no empieza aquello de una vez.

 

Luego todo pasa en un suspiro, los caballos y sus jinetes que montan a pelo se lanzan en una carrera desenfrenada hacia la gloria, y la presión sobre los que están en primera fila (tú) se multiplica por mil. Sientes hasta la última veta de la madera de la valla clavada en tu pecho mientras ves pasar el remolino multicolor de hombres y animales, y la multitud empieza a vociferar como posesos.

Sigues con dificultad la evolución de la carrera a lo largo de la plaza mientras consigues recuperar el resuello y sientes la energía electrizante y primigenia, casi brutal, que rebosa de aquel recinto.

En la segunda vuelta varios caballos pasan ya sin jinete, consigues ver la segunda pasada de aquella caza salvaje y desaforada, y es todo lo que ves… porque los de Valdimontone se han dado cuenta de que, por primera vez desde hace más de diez años (maldita sea mi suerte) su jinete va en cabeza, y empieza el pifostio…

Ya me había advertido Luigi que con el Palio los de Siena se vuelven un tanto tarumbas, pero esto es como retroceder más de cien mil años en la evolución humana. Gentes de todos los tamaños y edades te pasan por encima y saltan la valla para invadir la pista (a tomar por saco el pacto), a pesar de que la carrera continúa y los caballos continúan su loca progresión.

A duras penas consigues protegerte de aquella barahúnda y retrocedes un tanto para alejarte del epicentro. Cuando consigues levantar la cabeza sin peligro la carrera ha terminado y todo el perímetro de la pista está invadido por los sieneses que aúllan vitoreando al ganador, que medio desnudo sostiene en alto el Palio…

Cuando la cosa se calma un tanto y abren la plaza te alejas lentamente mientras anochece en Siena y la resaca de la carrera se extiende por la ciudad, las gentes comentan excitados, se reúnen en las sedes de las contradas, buscan un lugar donde cenar.

A medida que te alejas del centro hacia el coche la cosa se va calmando, se van imponiendo el silencio y el nocturno toscano, mientras te preguntas si has vivido un horror o una cosa maravillosa…