PALIO

Avanzas por la Toscana a las siete de la mañana de un 16 de agosto, día de Palio de la Asunción, para poder llegar pronto a Siena y aparcar en un lugar decente.

“Avanzar” es un decir, porque las carreteras toscanas son una colección de baches de toda condición y dimensión engarzados en una delgada cinta de alquitrán en forma de subidas, bajadas, tirabuzones y curvas cerradas que te hace pensar que todos los diseñadores de montañas rusas del mundo deben de ser de la zona y que te impiden mantener la tercera o cuarta marcha durante más de veinte metros seguidos. Eso sí, todo con mucho encanto.

Los pueblos y las colinas van desfilando hasta llegar a Siena, donde ese GPS maléfico que se complace en llevarte por los caminos por los que hasta las cabras se santiguan te conduce derechito, ¡Oh sorpresa! a la explanada de la Fortezza Medicea donde por suerte Luigi, el hijo de tu casera, te dijo durante la cena de anoche que podrías aparcar si ibas pronto, y aun así pillas uno de los últimos sitios.

Luego sólo hay que incorporarse al personal que fluye por la Via Vittorio Veneto hasta el centro urbano. Son las nueve de la mañana.

Paras para desayunar en un kiosco junto al puente ya que con las prisas has salido en ayunas, admirando la ciudad que aparece majestuosa del otro lado, salida de la historia misma. El sol asciende prometiendo el calor que se espera de él a mediados de agosto, y él siempre cumple sus promesas.

Luego coges aire y cruzas el puente para sumergirte emocionado en las calles que parecen hechas para lucir iglesias, palacios, palacetes y hasta las más humildes casas supervivientes de la época dorada de la ciudad mientras el entusiasmo te cosquillea en el corazón y no sabes dónde mirar.

Las calles aparecen engalanadas con los estandartes de las contradas, que la gente luce al cuello en forma de ornamentados pañuelos. No puedes evitar entrar en la primera tienda de recuerdos y colocarte uno, aunque parezcas un tanto (un tanto mucho) garrulo. Luego sales luciendo orgulloso el emblema de la contrada del Drago, aunque como te lo has comprado de los “no muy caros” el dragón parece más bien una lagartija ebria, pero eso no lo ves, totalmente ganado a la causa como estás, caminando por otros siglos.

Cumplimentas la visita obligada a la ciudad, pegado a la guía, y acabas en la espléndida catedral, también ella engalanada con los estandartes del palio. Durante tus callejeos te cruzas cada vez más frecuentemente con personajes vestidos de época, caballeros, pajes, damas, burgueses, sueltos o en procesión, en silencio o precedidos de tambores y clarines. El Palio va adquiriendo su crescendo.

Como quien se reserva el mejor bocado para el final, llegas por último a la Piazza del Campo. Allí acabas de apreciar la verdadera dimensión de lo que se avecina. La plaza, majestuosa de por sí, está dominada por la Torre del Mangia que nunca creíste que verías en persona. Hay gradas de madera levantadas en todo su perímetro, a los pies de sus palacios y ante sus lonjas. Una pista de albero amarillo brillante rodea la plaza. Del otro lado, un vallado de madera soportado por pequeñas columnas que se levantan cada seis o siete metros delimita la parte interior de la pista por donde va a discurrir la carrera, de forma que el centro de la plaza parece un enorme cercado donde pululan un centenar de personas. Son las doce y media de la mañana.

Mientras visitas el Ayuntamiento te planteas un serio dilema: pasar el resto del día por la ciudad y profundizar la visita o quedarte en la plaza para intentar tener un buen sito para la carrera. Has preguntado cuánto vale un asiento en las lonjas, y del susto casi se te desatan las sandalias y has creído oír cómo el dragón del pañuelo se atragantaba.

Es la una de la tarde, el eco de la leyenda te dice que debes quedarte a presenciar ese espectáculo único, tu temperatura corporal te dice que busques un restaurante fresco y coqueto para comer y te olvides del asunto. El sol sonríe socarrón en lo alto.

Al final te decides y adquieres las provisiones que crees que necesitarás, una caja de galletas saladas, y dos botellas de agua. Iluso.

Como eres muy listo, eliges el lugar más alto de la plaza para poder dominar todo el recorrido. Ocupas tu puesto y te dispones a esperar observando al personal, todavía relativamente escaso.

Los unos se adosan a la valla, como tú, otros se cobijan bajo la sombra de la torre y van desplazándose con ella a lo largo de las horas, como un minutero humano sobre el pavimento.

Al cabo de tan solo media hora empiezas a odiar al sol de la Toscana, que te martillea la cabeza. Espabilados comerciantes venden agua y paraguas de los chinos a un precio que ni el diablo pagaría por tu alma.

Tu voluntad flaquea, te vuelves a plantear lo de la terraza fresquita, pero aguantas, claudicas y compras un paraguas, que, todo sea dicho, su papel hace.

Las colas para refrescarse en la fuente se van poblando al mismo ritmo que la plaza. Aparece una simpática pareja de españoles que se van a convertir en tus compañeros de infortunio. Un poco más allá una familia de franceses han tomado posiciones. Todo el perímetro de la valla está más o menos ocupado.

En ese momento, cuando ya no quedan buenos sitios, el sol ha avanzado lo suficiente como para darte cuenta de lo idiota que eres, y que el punto donde estás tendrá muy buena vista pero será el último en tener sombra.

A las dos y media te crees en el infierno, te has enrollado el pañuelo en la cabeza y lo mojas con el agua, que parece evaporarse a un ritmo endiablado.

El alivio llega a eso de las tres en forma de un camión cisterna que pasa para regar el albero, y junto con todos los demás le reclamas agua como el rico epulón reclamaba a Lázaro. No te defrauda y acabas empapado y contento. A esas alturas ya has perdido toda la vergüenza, y aguantar en la plaza se ha transformado en una cuestión de amor propio.

A las cuatro de la tarde ya no sabes si lo que chorrea por tu cara es el agua, el sudor o tus sesos, te sabes de memoria los palacios y la Torre del Mangio, que no quieres volver a ver en toda tu vida.

En ese momento se cierra la trampa, la plaza queda clausurada, no se puede entrar ni salir, abandonar ya no es una opción. Toda su superficie está ya ocupada.

Luego aparecen ellos, los chicos de Valdimontone. Porque resulta que te has puesto justo enfrente de su tramo de gradas, el de su contrada, y como no tienen dinero para un asiento aquella docena de jovenzuelos mezcla de chulito de mister Ripley y jaque veronés, con sus bermuditas, sus chanclas y su pelo que parece lamido por un camello se dedican a hostigar al personal para quitarles el sitio.

Cual ejército bien organizado, algunos toman las columnillas que sostienen la valla, y otros se dedican a incrustarse en la primera fila. Crece la tensión entre quienes llevan achicharrándose cuatro horas para coger sitio, como tú, igual que crece en un rebaño cuando llega el lobo. Algunos se dejan hacer, a otros les crecen codos extra. Otros se les enfrentan abiertamente, como el padre de la familia de al lado. Saltan las manos y los insultos.

A una orden del cabecilla, Lillo, encaramado junto a tu posición, los ánimos se relajan y los matones de medio pelo quedan al acecho, metiendo un pie, un brazo, un hombro, en cualquier resquicio que les permita acceder a la valla. El sol ya es lo de menos.

Para no pasarte el resto de la tarde lidiando con semejantes gañanes, llegas a un acuerdo con Lillo y con el que te pilla más cerca que también parece el más tono: ellos no te joden la marrana durante la carrera, pero en cuanto acabe les dejas paso para que puedan saltar al albero. “Pas de problème”.

A las cinco empieza a pasar algo, alguien que parece mandar da la vuelta a la plaza escoltado por carabinieri deseosos de hacerle la pelota. Miras a ver si sorprendes a Vittorio de Sicca filmando la escena.

Luego, un cuerpo de guardia montada vestido de gala forma una fila y empieza un trote cochinero alabarda en ristre por la parte contraria de la plaza a la tuya, ves como avanza hasta que en la última curva los pierdes de vista, preparas tu camarilla y sacas un brazo y medio cuerpo por encima de la valla para poder fotografiarlos cuando pasen, menuda foto. De repente oyes un trueno, y en un ¡Ay! Aparece la formación montada, alabardas bajadas y a galope tendido. Un ángel tira de ti en el último momento y te libra de quedar ensartado como un pollo en un espetón. ¡Tu suerte continúa!

A las cinco llega el Cortejo Histórico, donde representantes de todos los barrios y gremios desfilan durante dos horas y pico vestidos de época, caballeros, pajes, artesanos y burgueses, escoltando a los caballos participantes. Una especie de moros y cristianos pero sin moros, vamos, pero hay que reconocer que es muy espectacular. Con el lanzamiento de banderas que has visto mil veces por la tele y que es una de las razones de que hayas soportado tamaño calvario te hinchas a hacer fotos.

A eso de las siete empiezan los preparativos de la carrera, un ritual para determinar las posiciones de salida del que por mucho que te esfuerces no entiendes un pijo. Durante la siguiente media hora te preguntas cien veces por qué no empieza aquello de una vez.

 

Luego todo pasa en un suspiro, los caballos y sus jinetes que montan a pelo se lanzan en una carrera desenfrenada hacia la gloria, y la presión sobre los que están en primera fila (tú) se multiplica por mil. Sientes hasta la última veta de la madera de la valla clavada en tu pecho mientras ves pasar el remolino multicolor de hombres y animales, y la multitud empieza a vociferar como posesos.

Sigues con dificultad la evolución de la carrera a lo largo de la plaza mientras consigues recuperar el resuello y sientes la energía electrizante y primigenia, casi brutal, que rebosa de aquel recinto.

En la segunda vuelta varios caballos pasan ya sin jinete, consigues ver la segunda pasada de aquella caza salvaje y desaforada, y es todo lo que ves… porque los de Valdimontone se han dado cuenta de que, por primera vez desde hace más de diez años (maldita sea mi suerte) su jinete va en cabeza, y empieza el pifostio…

Ya me había advertido Luigi que con el Palio los de Siena se vuelven un tanto tarumbas, pero esto es como retroceder más de cien mil años en la evolución humana. Gentes de todos los tamaños y edades te pasan por encima y saltan la valla para invadir la pista (a tomar por saco el pacto), a pesar de que la carrera continúa y los caballos continúan su loca progresión.

A duras penas consigues protegerte de aquella barahúnda y retrocedes un tanto para alejarte del epicentro. Cuando consigues levantar la cabeza sin peligro la carrera ha terminado y todo el perímetro de la pista está invadido por los sieneses que aúllan vitoreando al ganador, que medio desnudo sostiene en alto el Palio…

Cuando la cosa se calma un tanto y abren la plaza te alejas lentamente mientras anochece en Siena y la resaca de la carrera se extiende por la ciudad, las gentes comentan excitados, se reúnen en las sedes de las contradas, buscan un lugar donde cenar.

A medida que te alejas del centro hacia el coche la cosa se va calmando, se van imponiendo el silencio y el nocturno toscano, mientras te preguntas si has vivido un horror o una cosa maravillosa…

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