BOUTEILLE À L’OCÉAN 1. Los sobres.

Este año, como todas las Navidades, mi padre ha repartido los sobres con las strenia que nuestros mayores entregan a los «jóvenes» de la familia, aunque estemos a punto de cumplir los cincuenta. Yo, a mi vez, le he entregado a mi ahijado su sobre número veintiuno. Como este año tenía un poco más de tiempo, la mañana del día de Nochebuena dediqué unos minutos a buscar en internet sobres personalizables y decorados, para que la entrega del frio numerario fuera un poco menos fría.

Encontré una página que ofrecía un buen número de opciones y, lo que es más importante, unas instrucciones sencillas que permitían a un cateto digital y a una nulidad manual como yo, imprimir, recortar y pegar hasta conseguir un resultado decente. Tal hazaña me llevó casi media hora, entre intentos fallidos y luchas encarnizadas con el tubo de pegamento. El resultado, tan satisfactorio para mí como si hubiese montado la Torre Eiffel a escala con cerillas, fue un sobre tamaño americano de un azul profundo, escarchado con líneas blancas simulando borrascas y copos de nieve. En el centro, con una bonita tipografía elegida de entre las cientos de posibilidades que el ordenador ofrecía, el nombre del interesado.

Le entregué el sobre orgulloso del trabajo y del resultado, que gustó a todos los presentes. Cuando mi padre me entregó el sobre que me iba destinado, me lo guardé en el bolsillo casi maquinalmente, sin prestarle atención, como egoístamente hacemos muchas veces al interactuar con nuestros padres.

Por la noche, después de cenar, encontré en mis bolsillos el sobre, idéntico al de todos los años, pequeño y de color marfil. En el centro, con la letra clara, rectilínea y puntiaguda de mi padre, de una nitidez que yo no conseguiría aunque lo intentase hasta la extinción del Sol, estaba mi nombre. Y entonces caí en lo fatuo de mi orgullo, y me estremecí pensando en todo lo que, junto con la tinta, se había plasmado en aquel sencillo papel mientras él lo iba escribiendo pacientemente, tal y como, con la misma paciencia, me ha ido escribiendo a mí en la vida.

Anuncio publicitario

EL MUNDO ¿NO? VA A CAMBIAR

A no ser que algún manitas de una galaxia muy, muy lejana haya inventado la estrella de la muerte (otra vez), y que casualmente estemos en la zona de prácticas de tiro, va a ser muy difícil hacer desaparecer este pedrusco que lleva flotando en el mismo rincón del universo desde hace millones de años entre meteoritos, tormentas solares, agujeros negros, Thanos y otras lindezas cósmicas.

Pero de lo que no hay prácticamente ninguna duda es de que a un plazo mucho más corto de lo que nos gustaría a esta tierra nuestra,  como diría un político de antaño,  no la va a conocer ni la madre que la parió (el padre, Caos, en este caso, si hacemos caso a los clásicos).

Su evolución natural, acrecentada o alterada por un cambio climático jaleado por la supina estupidez del ser humano así, a bulto, como especie, van a provocar que las próximas generaciones, qué digo, la próxima generación misma, no conozca una estabilidad y una continuidad como la que los cuarencincuentones de hoy en día hemos conocido respecto a la de nuestros padres, sociopolíticamente hablando, y respecto a la última gran glaciación en términos geológicos.

El calentamiento global que está acabando con la biodiversidad del planeta, el deshielo de los polos que provocará no solo la subida del nivel del mar, sino el cambio en las corrientes marinas que regulan el clima, la desaparición del permafrost, que, para acabar de arreglarlo, puede llegar a arrojar a la atmósfera los billones de toneladas de CO2 que aprisiona, por no hablar de los virus, bacterias y otros bichejos que nunca conocieron un mono evolucionado como nosotros y pueden tener curiosidad por saber si somos comestibles, todo ello aumentado exponencialmente por la contaminación, la sobrexplotación, la superpoblación y todos los superlativos que se nos ocurran, nos llevan a un cambio radical que habrá que saber gestionar, pues al igual que el programa televisivo, o nos deja más guapos o acabamos con tres narices y dos tetas en la frente.

Como dirán aquellos a los que la deriva actual les conviene para seguir medrando a costa del mal ajeno, la humanidad ya ha conocido otras convulsiones sociopolíticas (muchas) y otros cambios geológicos y climáticos (pocos, pero de narices, que se lo digan a los dinosaurios, o a los que se la tuvieron que ver con la última glaciación).

La diferencia es que cuando ocurrió el último de dichos cambios la punta de nuestra tecnología era de sílex, y cuando las revoluciones, políticas o económicas, conquistas, independencias, expansiones imperialistas etc…, incluso las más recientes, los medios de los que disponíamos para entregarnos a nuestro deporte favorito, darnos cera unos a otros, solo alcanzaba para acabar con unos cientos, miles, cientos de miles, o, tristemente, en el peor de los casos, algunos millones a la vez.

Ahora, sin embargo, disponemos de la tecnología y los conocimientos necesarios, si no para evitar ese cambio, por lo menos para asumirlo y adaptarnos a sus consecuencias de modo que nos afecte lo menos posible y que la transición al nuevo estado de cosas no sea traumática, pero, al mismo tiempo, tenemos los medios para enviar a la porra a la mayor parte de la población mundial, si no toda ella.

Por eso, para lograr sobrevivir debemos dejar de hacer el borrico, que es básicamente lo que hemos venido haciendo desde que nos bajamos de los árboles. Aunque empiezo a pensar que a Darwin se le pegaron dos páginas de la enciclopedia y, en lugar del mono, donde los haya, descendemos de los lemmings, cuyas características principales son su comportamiento agresivo, su reproducción descontrolada incluso en perjuicio de su propia supervivencia, y su instinto de avanzar aborregados y ciegamente en una dirección sin mirar a donde van y sin importarles si eso los lleva a su destrucción (¿les suena?). Vamos, que les damos una coca-cola a cada uno y son igualitos que nosotros.

Y es que esa tecnología capaz de amortiguarnos el salto es la misma cuya utilización miope e interesada es parte del problema y, si seguimos así, puede agravarlo y acabar por dejar a la tierra como una bola parda más colgada en el cosmos de la que hasta los tartígrados desearán emigrar.

Señores, por primera vez desde que nuestra tatatatatatarabuela la ameba empezó a realizar sus funciones vitales, tenemos la capacidad de decidir el próximo paso en la evolución del mundo, de nuestra propia evolución, aunque ello tenga más peligro que dejar que un grupo de elefantes juegue al futbol con un jarrón Ming y, vistos nuestros antecedentes, tengamos las mismas posibilidades de sobrevivir que el pobre trasto.

¿Decidiremos nosotros el final del partido o nos quedaremos en la grada comiendo palomitas esperando que otros lo jueguen por nosotros?

DRAGONES/DRAGONS

DRAGONES

Hace un tiempo tuve la ocasión de conocer a un familiar de un conocido mío, al que éste rendía visita regularmente para hacerle compañía durante unas horas dado que, a su avanzada edad, había dejado ya por el camino a la mayoría de sus compañeros de viaje.

Se trataba de un pequeño anciano amarillento, en una pequeña habitación amarillenta a la que, como en todos los demás aspectos de su vida, se había retirado, dejando el resto de la casa y de su existencia silencioso, vacío y a oscuras, limitando su mundo al halo incierto que una lámpara de pie arrojaba sobre él y su mecedora.

Durante el rato que permanecimos allí me enteré, más por la cháchara de mi amigo, quien intentaba mantener una conversación que llenara la habitación en penumbra, que por el introspecto anciano, de que tras finalizar sus estudios de contabilidad había sido oficinista, prestando servicios durante cuarenta años en la misma empresa ante la misma mesa, con cuarenta compañeros más y sus respectivas mesas, de los que, llegada la jubilación hacía algunos años, nada había vuelto a saber.

Se casó a la edad conveniente con la mujer conveniente, la cual compartía con él ciertas inquietudes literarias que nunca atinaron a despuntar entre aquellos escasos aspectos de su vida que pasaron de la mera concepción a la realización, y un más que moderado sentimiento religioso que acaso llenase en ellos el vacío al que Dios, en su mapa de caminos insondables, los había conducido al no bendecirlos con un hijo.

Ella había ido a pedir cuentas al Altísimo hacía algunos años, y el anciano, solo excepto por las visitas de familiares lejanos que cada vez se prodigaban menos, había ido apagando las luces y cerrando las habitaciones de su vida mientras se dirigía a la misma estación, y esperaba allí, en su asiento de terciopelo gastado, a que llegase su turno.

En el único momento en que la vida asomó con fuerza a los ojos del anciano fue cuando mi amigo sacó a relucir su temprana afición por el dibujo, allá por su adolescencia. Ante la insistencia de su familiar, pero no sin reticencia, en lo que presumí debía ser tácito ritual en sus visitas, el hombre sacó los brazos de bajo la mesa, donde un brasero mantenía alejado el frío físico de aquel diciembre, y extrajo de entre su mecedora y la pared un enorme cartapacio que, por lo descolorido y lo ajado de las cintas que lo ataban, ya debía servirle de joven para guardar sus obras.

Poco a poco sus mejillas tomaron algo de color y su voz se hizo más audible y menos áspera mientras, con unas manos tan apergaminadas como los folios y cuartillas que nos mostraba, fue enseñándonos unas dos docenas de dibujos a tinta cuya bella factura no pude dejar de apreciar, siquiera fuese desde mi relativa ignorancia en cuestiones artísticas.

Los temas eran diversos. Paisajes, naturalezas muertas, animales, algunos retratos, entre los cuales destacaba uno especialmente hermoso de una muchacha, algo emborronado y a medio terminar.

Pero mientras nos iba mostrando uno a uno aquellos ecos del pasado, mi atención quedó totalmente atrapada por un dibujo que no dormía los años en aquella carpeta, sino que se hallaba colgado en un sencillo marco a pocos centímetros de la cabeza del anciano, de modo que con solo alzar la vista en los escasos momentos en que no dormitaba, podía posar los ojos en el mismo.

Representaba aquel dibujo la cabeza, las alas y la pata derecha de un fiero dragón encaramado a un risco, adelantada esta última como si se dispusiera a escapar de su prisión de celulosa y quedando el resto de su cuerpo apenas esbozado.

Me resultó curioso que de todos los dibujos realizados en su temprana juventud, de todos los supervivientes que lo acompañaban en aquellos días postreros, hubiera elegido justo aquel como el más cercano, como el que le acompañaría en su retirada, y me dio por pensar que, durante aquellos cuarenta años de monotonía, acaso su cuerpo estuviera ante su mesa, y su cerebro echando cuentas, pero su espíritu de seguro volaba libre, y todavía lo hacía.

Y aquel fiero dragón, aquel esbozo de tinta que miraba con ojos llameantes desde su risco y a través de la penumbra, parecía decir con un eco cavernoso: “Mortales, si alguna vez os habitaron, no dejéis morir a vuestros dragones”.

 

DRAGONS

Il y a quelque temps j’ai eu l’occasion d’accompagner un de mes amis proches lorsqu’il visitait un parent à qui il rendait visite régulièrement pour lui tenir compagnie pendant quelques heures puisque, à son grand âge, il avait laissé sur le chemin la plupart de ses compagnons de voyage.

C’était un petit vieillard à la peau jaunie, dans une petite pièce aux murs jaunis où il s’était tapi, comme par ailleurs il l’avait fait pour tous les autres aspects de son existence, en laissant le reste de sa maison et de sa vie vides, dans l’obscurité et le silence, tout son monde limité au halo qu’une lampe de pied projetait sur lui et sa berceuse.

Pendant notre visite, j’ai appris grâce au bavardage de mon ami, lequel essayait de tenir une conversation afin de remplir la pièce en pénombre, plutôt que par les rares mots prononcés par ce vieux au caractère renfermé, qu’après la fin de ses études en comptabilité il avait travaillé dans le même bureau pendant quarante ans, devant la même table, avec quarante autres employés, chacun devant sa propre table, et desquels il n’avait plus rien su après sa retraite, quelques années auparavant.

Il s’était marié à un âge correct avec une femme correcte, avec qui il partageait un goût pour la littérature qui n’a pas su aboutir à rien, tout comme tant d’autres penchants qui ne sont pas passés de la conception à la réalisation, et un sentiment religieux plus que modéré qui probablement venait remplir en eux le vide où le Bon Dieu, dans sa carte de chemins insondables, les avait égarés en se refusant de les bénir avec un enfant.

Elle était partie depuis quelques années demander des comptes au Créateur, et le vieux, seul à l’exception des visites chaque fois plus éparses de quelques parents lointains, avait éteint et fermé toutes les chambres de sa vie tout en se dirigeant vers la même gare, où il attendait son tour sur son siège au velours usé.

Ce fut seulement quand mon ami évoqua un précoce goût pour le dessin dans son adolescence que je vis s’animer les yeux du vieux. Pressé par son proche, mais non sans réticence, en ce qui me sembla être un rituel tacite lors de ses rencontres, l’homme extirpa ses bras de sous la table où un petit chauffage électrique éloignait le froid de ce décembre glacial de ses maigres chairs, et sortit un énorme cartable jusqu’alors caché entre lui et le mur et dont très probablement il devait se servir déjà  quand il était jeune, à en juger par ses couleurs usées et les rubans élimés qui le fermaient.

Petit à petit, ses joues ont repris des couleurs et sa voix est devenue audible et moins âpre tandis que, de ses mains aussi parcheminées que les feuilles et feuillets qu’il nous montrait, il nous a fait voir une paire de douzaines de dessins à l’encre d’une très belle facture que je ne pus m’empêcher d’admirer, malgré mon ignorance en matière d’art.

Les sujets étaient divers. Des paysages, des natures mortes, des animaux, quelques portraits, parmi lesquels un particulièrement beau, un peu délavé et juste à moitié fini, représentant le visage  d’une jeune fille.

Mais pendant qu’il nous montrait un par un ces échos du passé, mon attention fut complètement absorbée par la contemplation d’un dessin qui ne dormait pas depuis des années dans ce cartable, mais qui trônait  accroché au mur dans un cadre modeste à quelques centimètres de la tête du vieux, de telle façon qu’il pouvait le contempler aisément juste en levant les yeux, dans ces rares moments où il ne somnolait pas.

Il représentait la tête, les ailes et la patte avant droite d’un dragon féroce perché sur un rocher, lequel semblait prêt à sauter hors de sa prison de cellulose, et dont le reste du corps était à peine esquissé.

Il m ‘a semblé bizarre que d’entre tous ces dessins de sa jeunesse, d’entre tous ces survivants qui l’accompagnaient dans ses derniers jours, il eut choisi celui-là pour l’avoir à sa portée, pour l’accompagner dans sa retraite, et il m’est venu à l’esprit que, pendant ces quarante ans de monotonie, peut-être son corps était ancré à sa table, et son cerveau faisait des comptes, mais son esprit surement volait libre, et il volait toujours.

Et ce dragon féroce, cette ébauche à l’encre qui nous regardait de ses yeux flambants du haut de son rocher à travers la pièce sombre, semblait nous dire d’une voix caverneuse : « Mortels, si jamais ils vous ont habité, ne laissez pas mourir vos dragons ».

ANTORCHAS

La luna le levanta sobre las primeras casas del pueblo, la calma del bosque se ve alterada por un rumor que crece hasta convertirse en el vocerío de una muchedumbre exaltada, al borde del paroxismo. Los cuchillos, hoces y horcas brillan al ser blandidas bajo la luz de las antorchas. La masa, sin saber muy bien quién o como inició aquella avalancha, marcha hacia la casa del alcalde, o hacia el castillo, o hacia la casa de la vieja que vive sola en el monte… y allí sucede lo inevitable.
Esta podría ser una de tantas escenas que hemos visto o leído en innumerables películas, libros o series, desde Frankenstein a Shrek, y que hoy en día creemos que es cosa de la ficción o del pasado, al menos en estos andurriales que denominamos “sociedad avanzada”.
Nada más lejos de la realidad. Esta escena se repite diariamente miles de veces en miles de lugares a lo largo del planeta, o mejor dicho, en un solo lugar, si realmente lo es, ese que llaman el ciberespacio.
Sin embargo, en las modernas cazas al hombre ya no se blanden hoces y antorchas (sospecho que más de uno se cortaría una mano o se quemaría el pelo, más que nada por falta de costumbre), ni se avanza en manadas, sino que nos basta un teclado de cualquier tipo.
Con la llegada de las «nuevas tecnologías» un término que en si mismo ya se está quedando anticuado, el milenario deporte de darle a la sin hueso para poner al prójimo a caldo, tan arraigado en el ser humano, ha pasado de tener la repercusión local de un campeonato de lanzamiento de huesos de aceitunas a la mundial de unos juegos olímpicos, con consecuencias escalofriantes.
Resulta asombrosamente fácil para cualquiera hoy en día, amparado en el anonimato o a nick descubierto, iniciar una de tales campañas basadas muchas veces en infundios,   en medias verdades, o incluso en hechos ciertos torticeramente utilizados, las más de las veces todo ello bien envuelto en una capa de pretendida justicia, y que ello encuentre eco en miles de personas que en muchos de los casos desconocen todo del asunto y se dejan llevar por un concepto, una moda, el aburrimiento o la pura mala baba.
Y aunque salvo en raras ocasiones este linchamiento supuestamente virtual, pero que es muy, muy real, no acaba con su objetivo en la hoguera, colgado de un árbol o clavado en su puerta, las consecuencias, merecidas o no, pueden ser igualmente devastadoras a nivel personal o social.
La mayoría de nosotros estaría completamente indefenso contra una de esas campañas, pero mientras no nos afectan preferimos ignorarlo o incluso aprovecharnos y montar alguna que otra vez en uno de los caballos de esa Caza Salvaje telemática.
Por una parte, nos encontramos con una débil protección jurídica, agravada recientemente con la despenalización de los supuestos más “leves” de este tipo de actos, lo cual merece ya todo un ensayo y una profunda reflexión, pues lo que para el Juzgador puede ser leve, para la persona afectada puede llegar a ser un drama.

Asimismo nos encontramos con la difusa, móvil y, por qué no reconocerlo, laxa y arbitraria línea jurisprudencial entre la libertad de expresión y el derecho al honor, cuyo dial va recorriendo la escala en función muchas veces de quienes sean el ofensor y el ofendido, sin que pueda llegar a establecerse un criterio claro.
Por otra parte, nos topamos con grandes dificultades técnicas en la persecución de tales conductas, y es que, en todo esto, como en las películas de Louis de Funes, mientras los culpables van en Porsche, los perseguidores van en un dos caballos, habida cuenta de la falta de medios e instrumentos tanto físicos como jurídicos, para la persecución del ciberdelito. Algunos todavía no se han enterado que los Vaquillas cada vez son menos, y que cada vez la delincuencia, como casi todo en esta vida loca que llevamos, se ha pasado de las calles a los bits, y que a pesar de ello se sigue combatiendo el crimen como en tiempos de Jack el Destripador, y casi siempre con los mismos fútiles resultados.
Los lábiles controles de identificación en la red permiten, es más, es lo más común, obtener cuentas e identidades que nos permiten actuar de cualquier forma en cualquier ámbito y medio electrónico sin tener que facilitar ni un solo dato verdadero, y eso nos llevaría a un debate, que no es objeto de esta chapa que estoy soltando, entre si debe primar la libertad o la seguridad en este y en todos los ámbitos de la vida.
En la mayoría de los casos, cuando se produce un delito informático, no se puede investigar quién se encuentra tras el Vengadordulce o Pichafría32. Con cierta lógica, cuando la justicia se decide a lidiar con los oscurantistas protocolos de los proveedores de servicios informáticos, los pocos recursos disponibles se destinan a asuntos graves como delitos sexuales, principalmente contra menores y similares. Nada que oponer, sino reclamar el aumento de tales recursos para que puedan cubrir otros delitos.
Y es que el resto estamos desnudos como gusanos frente a cualquier indeseable. Para obtener una condena, además de las dificultades jurídicas ya indicadas, hay que invertir grandes cantidades en intentar obtener la más mínima prueba y enzarzarse en costosos procedimientos, no siempre con garantías de éxito. Sólo quien dispone de grandes medios puede adentrarse en dichos caminos, y muchas veces la recompensa es magra. Si en algún momento se consigue acreditar que fulanito es el cazador de turno, se le cancela el blog, se anula su cuenta y se le obliga a rectificar, nada le impide acudir de nuevo a la red bajo otro nombre y volver a empezar, y el ciclo continúa, como cuando en los dibujos animados intentan tapar con manos y pies los agujeros que van saliendo en el casco del barco, por no hablar de que resulta prácticamente imposible dirigirse contra todos los que lo siguieron en su “noche de las bestias” particular.
No sé si la solución es dejarlo estar en aras a garantizar la libertad de expresión y apretar el culo para que no nos toque nunca ser la presa, o intentar un mayor control sobre los flujos en la red, con la pérdida de libertades consiguiente, unas libertades de las que muchos componentes de este género humano en el que tan poca fe tengo no saben hacer buen uso.
Lo que si se es que con esta deriva no estamos conduciendo con un mono con una ballesta, sino con un mono con el dedo apoyado en el botón nuclear (y eso que Trump todavía no ha ganado las elecciones).

Y CORREA SE SOLTÓ EL CINTURÓN…

…y se puso cómodo, y empezó a largar (a buenas horas) con el yonkie del dinero reconvertido a yonkie de la atención mediática y gurú de la justicia poética haciéndole los coros desde Valencia, que se le abren a uno las carnes y se le agrian los humores de oír hablar con tanto descaro y desparpajo del trasiego de dineros e influencias y de los «hurtamientos» públicos a los que al parecer se dedicaron algunos con verdadera vocación, denuedo y fruicción a partes iguales durante años y ante nuestras narices.

Era el momento esperado, el momento para el que se estaba preparando la oposición desde que todos aprendimos la traducción del alemán de la palabra gürtel. Después de tantas negativas en directo (o vía plasma) y sarcasmos en diferido, trapicheos judiciales y navajazos políticos, tocaba recoger la cosecha de las investigaciones realizadas contra viento, marea y políticos, y resulta que las mieses se van a pudrir en los campos porque no hay nadie para recoger los frutos de tanto esfuerzo.

Y ello porque resulta que casualmente ha sido el momento esperado por las huestes susanistas para cruzar su Rubicón particular justamente cuando venía más crecido (que ojo tenemos, oiga), con el sigilo y discreción de una banda de hooligans blasfemando en un salón de té, y luego perderse camino de Roma, porque ahora parece que no saben pa donde tirar.

El resultado, en todo caso, es que el Partido Popular va a cruzar el bache de credibilidad más profundo desde su creación pisando alegremente sobre las cabezas de sus enemigos, sin ensuciarse el dobladillo con la mierda del fondo, de rositas y sin tener que enfrentarse a unas elecciones porque me juego las patillas a que Rajoy gana la investidura mientras el PSOE le canta aquello de «Pisa morena, pisa con garbo…». Y es que lo último que me faltaba por oír era a los nuevos «dirigentes» socialistas recogiendo la consigna de la Vicepresidenta Saez con pinta de niña de Santamaría de que las Gürtels, las Taulas, Palmarenas, Bárcenas, Acuameds et j’en passe son cosa del pasado y pelillos a la mar… que solo le falta eso, a la pobre.

Luego, dentro de cuatro años, y suponiendo que un PSOE cainita y descabezado o un Podemos cual águila bicéfala y casquivana consigan hilvanar un remedo de oposición, ya que no cuento ni a los Ciudadanos que giran al sol que más calienta ni a los nacionalistas, puesto que a este paso las nuevas fronteras de España van a estar en La Rioja y en la Franja de Aragón, todo esto será realmente pasado, los nuevos desmanes se habrán hecho con más tiento, y seguiremos en las mismas o en las peores, sea con don Mariano o con otro, eso ha dado siempre igual, pues muchas son las cabezas de la Hidra.

Según las últimas noticias, unos señores trajeados a las puertas de Génova 13 han sacado una gaviota de una caja, la gaviota ha visto su larga sombra, y que no había nadie que arrojase luz sobre el futuro, y han vaticinado que el invierno será muuuuuuuuy largo…

Y LAS CUCARACHAS HEREDARÁN LA TIERRA…

Nunca he sido  yo lo que se dice un activista medioambiental. Tampoco un negacionista, ni un observador indiferente ante el destrozo que nuestra “avanzada” civilización le está haciendo al planeta sobre el que la totalidad de la raza humana (menos los astronautas de la MIR) y quizá algún que otro E.T. asentamos nuestras reales.

No, aunque consciente de la ceporrez intrínseca de los comportamientos individuales y colectivos que causaban dicho daño, y capaz desde luego de asumir y prever las catastróficas consecuencias de las mismas, entraba sin mucha honra en la nómina de ilusos que confiaba en que nuestros insignes líderes, y sobre todo los insignes líderes de los demás porque, no nos engañemos, los nuestros son como son, conseguirían enderezar el rumbo de este Titanic sobre el que orbitamos a la espera de que un meteorito por fin haga carambola.

Pero hemos llegado a un punto en que cada vez soy más consciente de que el lema de estos jerifaltes, y principalmente y sobre todo, por encima, por debajo, y alrededor de ellos, de quienes realmente tendrían la capacidad de modificar la situación, es decir, los poderes fácticos y económicos que rigen nuestros destinos, es fundamentalmente aquel de “ande yo caliente (y calientes van a estar, como esto siga así), y ríase la gente”.

Par andar caliente entiéndase generar riqueza, pero no una riqueza de aquella que puede revertir en beneficio de todos, sino la opulencia superflua y aparente de las clases hiperdominantes, del champán a 6.000 euros la botella amontonándose en las playas privadas mientras en otra parte del planeta hay millones de personas que solo pueden beber al día un buchito de barro con larvas, y eso cuando llueve.

Y entre los dos extremos nosotros, que no podemos lanzar la primera piedra contra nadie pues pocos, poquísimos en esta nuestra sociedad occidental estamos dispuestos a renunciar a determinadas comodidades y pequeños lujos que nos han convencido que necesitamos, y que realmente lo único que hacen es mover el molino de otros.

Motu proprio o inducidos por los que se benefician de ello, nos hemos acostumbrado a los móviles, los automóviles, los productos plásticos, el consumo sin mesura, muchas veces por diversión, sin pensar en las consecuencias que ello tiene en las finitas reservas de materias primas del planeta, en las emisiones tóxicas de destruyen ecosistemas y en las térmicas que directamente destruyen el clima en la atmósfera.

Cuando malgastamos y derrochamos madera o papel no pensamos en la deforestación o la contaminación de los ríos, cuando abusamos de los plásticos no pensamos en los millones de toneladas de basura que lentamente se acumulan en el mar en forma de auténticos continentes, causando estragos en la fauna, cuando usamos el coche hasta para dormir al bebé no pensamos en las sequías, la subida del nivel del mar o el deshielo de los glaciares. Total, eso pasa muuuuuy lejos, y dentro de cien años todos calvos.

Vivimos como si esto fueran unas vacaciones en la playa y nos pasáramos el día haciendo hoyos a la verita del mar, cuando lo que estamos haciendo es cavar nuestra propia tumba.

Y es que, en lugar de esperar a que los zánganos de las dietas y las corbatas, esos que se arraciman en una cumbre climática tras otra entre comilonas, hoteles de lujo, fastos y conversaciones huecas que siempre terminan en nada, esperando a repetir la operación unos meses más tarde, todo a ello a nuestra costa, claro, lo que realmente ha de salvar la situación es nuestra propia actitud.

Tomar conciencia medioambiental, reducir nuestra huella de carbono, pesar y sopesar las repercusiones ad futuram de nuestras acciones tanto individuales como en rebaño, ha de dejar de ser una actitud de hippies, veganos y perroflauticos, para convertirse en la tabla de salvación de la humanidad.

Porque no nos engañemos, señores, lo que está en peligro con esta dejadez ecológica, este ya veremos qué pasa, este encastillamiento moral, no son las selvas y los bosques, no son los ríos y los mares, no los glaciares, ni las ballenas, ni las avutardas bizcas del Peloponeso.

No, lo que aquí nos jugamos, aunque suene a título de blockbuster, es ni más ni menos que la extinción de la raza humana.

Y no es que a mí me importe mucho así, a bulto, pero andan por ahí dos o tres personitas a las que no me gustaría ver en el futuro como extras de «Mad Max» o de “El día de mañana”, y mucho menos de «Waterworld», con lo malísima que es.

Personalmente durante algún tiempo abracé con entusiasmo  las tesis de Malthus así como solución definitiva en la línea de aniquilación colectiva a modo de sangría depuradora de nuestra madre Gea, pero siendo realista he de reconocer que hay otras formas.

A nivel cotidiano, hemos de modificar nuestros hábitos para procurar que, aunque seamos incapaces de renunciar a nuestro estilo de vida, su incidencia en nuestro medio ambiente sea el mínimo posible.

A mayor escala, hemos de alzar nuestras voces para evitar que las producción salvaje, el comercio desapasionado y el empecinamiento de aquellos que a propósito o porque su primo de Sevilla les ha dicho que eso es un bulo, como nuestro querido mariano, niegan la evidencia de que nos dirigimos hacia una perdición segura que llegará tarde o temprano, sigan fomentando esta deriva mortal.

El fomento de un uso máximo de las energías renovables, el control del origen y el uso de materias primas, la correcta gestión de acuíferos y corrientes de agua, la limitación de emisiones contaminantes ha de pasar de ser una utopía ecológica a la nueva filosofía imperante a nivel global.

De lo contrario las cucarachas, bichos adaptativos donde los haya, heredarán la tierra. Aunque a lo mejor eso no es algo tan malo…

SIEMPRE NOS QUEDARA PARIS

Un periodista español preguntaba ayer a uno de Libération por qué en los medios de comunicación franceses no se veían imágenes cruentas de los atentados del viernes en París, por qué no más detalles “sabrosos” de las víctimas, como en los informativos casi gore que en el 11M hurgaron hasta en las últimas costuras de la barbarie, o en tantos otros sucesos que han servido de fiestas y ritos del morbo en nuestro país.

Inquiría el periodista de aquí si ello se debía a que las autoridades francesas ejercían algún tipo de presión y coartaban su libertad de expresión.

Y ante la perplejidad del españolito aquel señor, aún más extrañado por la pregunta, le contestaba que nada de eso, que precisamente en ejercicio de la libertad de expresión la gran mayoría de los medios elegía no publicar aquellas cosas porque no hacía falta, y que la información podía darse igual o mejor sin ellas.

La moraleja es que la libertad de expresión no debe interpretarse como una obligación de información, no quiere decir tener que publicar a granel hasta el último detalle morboso, mostrar hasta la última gota de sangre, perseguir a alguien en su dolor para exponer hasta su último gemido de angustia.

Aprendan, señores carniceros del periodismo patrio.

Afortunadamente, siempre nos quedará París.

 

LA BIBLIA SE EQUIVOCABA

“Parirás a tus hijos con dolor”, dice la Biblia supuestamente* (Génesis 3:16). Ese, junto con la expulsión del Paraíso y el ganarse los garbanzos con el sudor de la frente (cosa que sólo vale para algunos, puesto que otros se dedican a birlarlos gentilmente del cesto ajeno) fue el castigo divino de Adán y Eva por comer del fruto prohibido por Dios.

Aceptemos en todo caso tal sentencia como punto de partida, para después afirmar nuestro pleno convencimiento de que ni el parir con dolor (y menos desde la invención de la epidural), ni ninguno de los anteriores fue el peor de los castigos que el creador, sea el que sea, Dios, Yhave, Ilúvatar, Arquitecto del Universo, Big bang o casualidad, reservó para la humanidad.

El peor sufrimiento para todo ser humano no es el que se padece al llegar al mundo por los canales del parto o el causado a la madre al nacer, sino el padecimiento físico y psicológico con el que algunos de nosotros lo abandonamos.

Ya sea porque la vejez y los años se nos llevan seso y cuerpo, ya sea porque un fatal accidente nos deja postrados o hace que nuestra mente deje de estar presente, o bien porque la naturaleza se encaprichó y se pasó de hacernos diferentes, nadie debería estar obligado a quedar ligado a un mundo que no podrá ofrecerle ya sino un padecimiento superior a la ración que todos tenemos asignada.

El partir dignamente hacia nuevos puertos o sumirse simplemente en un calmo reposo ha de ser una decisión y ha de ser nuestra, ninguna religión o creencia, ninguna supuesta misericordia ni una ley dictada con la carga de aparentemente piadosas conciencias debería obligarnos a quedarnos.

En estos días está muy presente en los medios el caso de la pequeña Andrea y su continua agonía sin esperanza, y la lucha de sus padres por liberarla en contra de una mal entendida ética médica, pero, a menor o mayor escala, todos conocemos casos de personas más o menos próximas que por cualquier causa sufren sin razón y sin remedio, sin que se den los medios para poner fin a dicho sinsentido.

Cuando lo único que nos ata ya a esta realidad son alambres de espino, ¿Acaso no es infinitamente más humano librarnos de tales ligaduras y dejarnos ir? ¿No se llama tortura a infligir daño y obligar a sufrir a otro ser?

Finalmente, no puede desconocerse que el dolor, tanto físico como psicológico y anímico, no afecta únicamente a quien se halla en tal situación, sino también a sus allegados, que se afanan en aligerar su carga colocando una buena parte de la misma sobre sus propios hombros, atrapados en un sacrificio de amor.

Dejarás este mundo con dolor”, debería rezar la fe de erratas de la biblia.

 

*Sobre el particular léase https://gabriellabianco.wordpress.com/2013/11/08/la-biblia-dice-pariras-con-dolor/

AYLAN, EL REDENTOR

Llegó a la playa como los restos del naufragio de su país, Siria, encallado en una guerra fratricida voluntariamente ignorada y cuidadosamente evitada por quienes nunca dudaron en embarcarse en otras singladuras si algún beneficio obtenían con ello.

Hubo muchos antes, miles, en ese y otros mares, que murieron rumbo al mismo horizonte después de quemar sus naves, perseguidos por sus propios demonios, el hambre, la guerra, la incomprensión, pero ante estos la mayoría nos limitábamos a mirar desapasionadamente las noticias o cambiar hastiados el canal, sin dedicarles siquiera una segunda mirada.

Tuvo que perder la vida un niño de tres años, nacido en guerra, muerto en fuga, un niño que durante esos tres años a buen seguro comprendió bien poco pero sufrió mucho más de lo que en toda su vida lo harán los capitostes hieráticos y calculadores en cuyas manos estaba y está evitar esta y otras tragedias. Tuvo que morir Aylan para que la vergüenza hiciese por fin mella en las “naciones civilizadas” y dejasen de sentir la miseria ajena como una apenas perceptible picadura de mosquito, para que se busque ahora una solución.

Tuvo que perecer para que la visión de su cuerpecito tendido en un sueño eternamente mecido por las olas redimiera nuestras conciencias, o al menos nuestras apariencias, como antaño la muerte de otro Redentor cambiara para muchos su visión del mundo, con la diferencia de que según la tradición cristiana Cristo ofreció voluntariamente su vida, mientras que Aylan perdió la suya sin haber llegado a comprender siquiera lo que era la muerte.

Queda por ver si su sacrificio caerá en saco roto o realmente servirá para poner fin no ya al drama de quienes diariamente caen inmolados en el mismo altar de agua, sino a los conflictos y horrores de los que huyen, o si su recuerdo quedará enterrado en aquella playa por la resaca de tamaña ola de solidaridad, junto con los despojos de nuestra dignidad.

Visto el cariz cosmético de lo hecho hasta la fecha, las renuentes voluntades de los gobiernos y de los poderosos, empujados por la opinión pública pero sin perder de vida el beneficio que pueden sacar de la situación, y la faena de aliño que se anuncia, poca esperanza hay.

 

Sobre el particular, siempre genial la tribuna de http://enzapatillasdeandarporcasa.com/2015/09/08/una-conciencia-fastfood/

TODOS SOMOS DORIAN GREY

En estas fechas en las que se repite el tópico de plantearse buenos propósitos y el “sobretópico” de proponerse firmemente no cumplirlos, nada impide que aprovechemos esa corriente introspectiva para revisar qué aspectos de nuestro acervo personal pueden ser mejorados o deben ser directamente eliminados, porque antes de añadir un piso a la casa, mejor apuntalar el sótano.

 Y es que me he vuelto a encontrar por ahí el sombrero de filósofo de pacotilla, y al ponérmelo me ha dado por pensar que en mayor o menor medida todos actuamos en nuestra vida como el señor Grey (Dorian, no Christian, no se vayan a creer…).

 Así, tendemos a desterrar de la imagen que nos formamos de nosotros mismos algunos de aquellos aspectos que pudieran afearla o provocar nuestro propio rechazo, como envidias, instintos demasiado bajos, pereza, laxitud, desapego, estima por la suegra, insolidaridad, vilezas varias, etc… o al menos los disfrazamos con excusas y justificaciones, para que cuando nos asomemos a nuestro espejo interior sólo veamos lo que queremos ver y nos sintamos a gusto con nosotros mismos.

 El resto queda confinado en un oscuro y reservado desván, tras puertas acerrojadas de ignorancia de la mejor calidad y capas y capas de inconsciencia voluntaria, bien atado con un cordón de olvido, pudriéndose, macerando en su propia ignominia, acumulando capas y capas de moho y suciedad y volviendo el desván y la casa misma cada vez más insalubre, adquiriendo paulatinamente un mayor peso en nuestra conciencia, lastrando nuestros actos y nuestras decisiones, aunque no seamos conscientes de ello.

 Que nuestro propósito sea pues abrir el desván, taparse la nariz y echar un vistazo a lo que hay dentro, hacer una lista con ello y ver lo que necesita una buena limpieza, qué puede restaurarse y qué debe simplemente tirarse. No sólo nos desharemos de un montón de basura, sino que tendremos más espacio en una casa más luminosa, limpia y aireada.

 Y si no puede ser para el Año Nuevo, pues que sea una limpieza primaveral, o ya de cara al verano…

 Vaya, creo que tendré que empezar con lo de procrastinación para el 2015, o mejor para el 2016.