Últimamente se me ha formado el pensamiento de que España ha trocado la piel de toro por la piel de un asno, un asno al que se le engaña haciéndolo avanzar poniéndole ante las narices una zanahoria, un nabo o cualquiera de esas delicias asniles a fin de que transija en avanzar penosamente cumpliendo con la tarea que su amo le asigna en pos de la quimérica recompensa.
Nuestros amos son aquí aquellos señores, llámeseles Europa, Alemania, FMI, Fu-Man Chú o quienquiera que tenga un especial interés en que avancemos por este camino de espinas dejando la sangre, el sudor y demás fluidos vitales en su provecho, a sabiendas de que con cada paso nos estamos dejando la vida.
La zanahoria que han puesto en la punta de ese palo, cuando no nos dan directamente con él en el cocoroto, es la promesa que de cuando en cuando dejan caer, por turnos, de que tras la próxima curva, léase, el año que viene, o el siguiente, llegaremos al final del camino y nos refocilaremos en un enorme montón de heno fresco, y todo volverá a ser como antes, cuando comíamos pienso del bueno.
Cuando llegamos a la curva prometida y el asno, por muy asno que sea, se va coscando que va a ser que la cuadra no está tan cerca, no dudan en renovar la golosina y prolongar el plazo con cualquier escusa. Y así, anda que anda, llevamos cuatro años largos, más largos que los normales, y lo que te rondaré morena.
Hoy, con un poco más de realismo, Intermón ha dicho que señores, de un par de años nada, que como poco al dos mil veinte, háganse a la idea. Y muy optimista me parece a mi la previsión, pues soy de los que piensan que las espinas han venido para quedarse, por muy lejos y rápido que andemos, y que mientras no ajustemos las velas al viento que nos sopla, nos vamos a quedar esperando la zanahoria.
Eso, si no nos pasa como al borrico de la fábula, al que su dueño, un cura, mira tu por donde, le iba reduciendo cada poco la ración de alimento, sin que el buen y noble animal, démonos por aludidos, protestara o bajara el rendimiento de su trabajo (¿les suena?).
Hasta que al borrico, cuando aprendió resignado a hacer su trabajo sin consumir alimento alguno, no se le ocurrió otra cosa que morirse.