EL MAGO DE OZ

Tenemos nuevo Papa. Un señor que se mueve con soltura y habla claro, o claramente, en lugar de arrastrar los pies y farfullar cosas casi ininteligibles, algo que no habíamos visto en décadas.
En estos pocos días se dice que el Papa Francisco promete una nueva era en la Iglesia, una iglesia pobre y para los pobres. El nuevo Papa paga sus cuentas, como los Lannister, viaja en utilitario o en autobús, hace chistes, se acerca a los fieles, los abraza, abre las puertas del Vaticano, reprime a los pederastas y a quienes los encubren, es humilde y campechano (vaya, ¿les recuerda a alguien?).
Ha elegido su nombre, dice, en honor a San Francisco de Asís, enemigo de los fastos papales, y en cuatro días ha puesto a temblar a todo el entramado de intereses políticos y económicos que es y siempre ha sido el Vaticano, pues no nos engañemos, las intrigas, los juegos de poder y la acumulación de riquezas e influencia ha sido siempre la principal actividad de la cúpula eclesiástica.
No digo que eso sea ni bueno ni malo, no me corresponde a mí juzgar. A aquellos detractores radicales del fasto Vaticano cabe preguntarles si creen que sin esta posición predominante en el mundo desde hace milenios, política y económica, sin la influencia y el poder que ello proporcionaba a la Iglesia, se hubieran hecho muchas de las costas buenas que, no nos engañemos, se han hecho. Y a los que defienden los complots, el sometimiento del pueblo, el adoctrinamiento radical, el terror instaurado por la iglesia en muchas épocas de la historia, el oscurantismo y el alineamiento con las fueras más tenebrosas de la humanidad, el nepotismo y la intolerancia, entre otros, como mal menor y medio para alcanzar dichos fines, habría que preguntarles si el precio ha valido la pena.
Pero lo que resulta innegable es que la pompa, el lujo, el ceremonial, el hieratismo y, por qué no, el misterio, son y han sido el escenario desde el que el Papado, en las alturas, ha desarrollado su actividad y ejercido su influencia en el mundo, mantenido la unidad y el poder de la iglesia, igual que el Mago de Oz lo hacía a través de sus ilusiones y artificios.
Si, como parece prometer, este nuevo Papa está dispuesto a dejarse ver, derribar los decorados, mostrarse tal cual es, “Hominus sine machina”, un hombre con sus valores y sus defectos, y desengrana la maquinaria Vaticana, si renuncia a la fascinación que ejerce sobre muchos de sus fieles y al poder sobre gobiernos y los intereses que gobiernan el mundo, habrá que pensar si ello va a beneficiar su labor y los fines de su Iglesia, o va a suponer la pérdida de ese poder e influencia, y con ello el declive tan anunciado por santos, visionarios y profetas.
Entusiasmados con este nuevo Papa, y lo que parece simbolizar, muchos le piden que lidere revoluciones, que se haga de Greenpeace, que reparta los tesoros de la Iglesia.
Pero el verdadero tesoro de la Iglesia no está en sus arcones, en los bancos, en los cuellos y dedos de sus prelados, cuyo reparto sólo proporcionaría un alivio transitorio. El verdadero tesoro de la Iglesia consiste en responder por fin al cabo de dos mil años a las expectativas que generó y convencer por fin al mundo de que la mejor forma de vivir es en paz, en armonía y en igualdad.
No se trata de crear una Iglesia para los pobres, Papa Francisco. Se trata de que no haya pobres.
Y trabajo les queda.

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EL MAGO DE OZ

Tenemos nuevo Papa. Un señor que se mueve con soltura y habla claro, o claramente, en lugar de arrastrar los pies y farfullar cosas casi ininteligibles, algo que no habíamos visto en décadas.
En estos pocos días se dice que el Papa Francisco promete una nueva era en la Iglesia, una iglesia pobre y para los pobres. El nuevo Papa paga sus cuentas, como los Lannister, viaja en utilitario o en autobús, hace chistes, se acerca a los fieles, los abraza, abre las puertas del Vaticano, reprime a los pederastas y a quienes los encubren, es humilde y campechano (vaya, ¿les recuerda a alguien?).
Ha elegido su nombre, dice, en honor a San Francisco de Asís, enemigo de los fastos papales, y en cuatro días ha puesto a temblar a todo el entramado de intereses políticos y económicos que es y siempre ha sido el Vaticano, pues no nos engañemos, las intrigas, los juegos de poder y la acumulación de riquezas e influencia ha sido siempre la principal actividad de la cúpula eclesiástica.
No digo que eso sea ni bueno ni malo, no me corresponde a mí juzgar. A aquellos detractores radicales del fasto Vaticano cabe preguntarles si creen que sin esta posición predominante en el mundo desde hace milenios, política y económica, sin la influencia y el poder que ello proporcionaba a la Iglesia, se hubieran hecho muchas de las costas buenas que, no nos engañemos, se han hecho. Y a los que defienden los complots, el sometimiento del pueblo, el adoctrinamiento radical, el terror instaurado por la iglesia en muchas épocas de la historia, el oscurantismo y el alineamiento con las fueras más tenebrosas de la humanidad, el nepotismo y la intolerancia, entre otros, como mal menor y medio para alcanzar dichos fines, habría que preguntarles si el precio ha valido la pena.
Pero lo que resulta innegable es que la pompa, el lujo, el ceremonial, el hieratismo y, por qué no, el misterio, son y han sido el escenario desde el que el Papado, en las alturas, ha desarrollado su actividad y ejercido su influencia en el mundo, mantenido la unidad y el poder de la iglesia, igual que el Mago de Oz lo hacía a través de sus ilusiones y artificios.
Si, como parece prometer, este nuevo Papa está dispuesto a dejarse ver, derribar los decorados, mostrarse tal cual es, “Hominus sine machina”, un hombre con sus valores y sus defectos, y desengrana la maquinaria Vaticana, si renuncia a la fascinación que ejerce sobre muchos de sus fieles y al poder sobre gobiernos y los intereses que gobiernan el mundo, habrá que pensar si ello va a beneficiar su labor y los fines de su Iglesia, o va a suponer la pérdida de ese poder e influencia, y con ello el declive tan anunciado por santos, visionarios y profetas.
Entusiasmados con este nuevo Papa, y lo que parece simbolizar, muchos le piden que lidere revoluciones, que se haga de Greenpeace, que reparta los tesoros de la Iglesia.
Pero el verdadero tesoro de la Iglesia no está en sus arcones, en los bancos, en los cuellos y dedos de sus prelados, cuyo reparto sólo proporcionaría un alivio transitorio. El verdadero tesoro de la Iglesia consiste en responder por fin al cabo de dos mil años a las expectativas que generó y convencer por fin al mundo de que la mejor forma de vivir es en paz, en armonía y en igualdad.
No se trata de crear una Iglesia para los pobres, Papa Francisco. Se trata de que no haya pobres.
Y trabajo les queda.