Nunca he sido yo lo que se dice un activista medioambiental. Tampoco un negacionista, ni un observador indiferente ante el destrozo que nuestra “avanzada” civilización le está haciendo al planeta sobre el que la totalidad de la raza humana (menos los astronautas de la MIR) y quizá algún que otro E.T. asentamos nuestras reales.
No, aunque consciente de la ceporrez intrínseca de los comportamientos individuales y colectivos que causaban dicho daño, y capaz desde luego de asumir y prever las catastróficas consecuencias de las mismas, entraba sin mucha honra en la nómina de ilusos que confiaba en que nuestros insignes líderes, y sobre todo los insignes líderes de los demás porque, no nos engañemos, los nuestros son como son, conseguirían enderezar el rumbo de este Titanic sobre el que orbitamos a la espera de que un meteorito por fin haga carambola.
Pero hemos llegado a un punto en que cada vez soy más consciente de que el lema de estos jerifaltes, y principalmente y sobre todo, por encima, por debajo, y alrededor de ellos, de quienes realmente tendrían la capacidad de modificar la situación, es decir, los poderes fácticos y económicos que rigen nuestros destinos, es fundamentalmente aquel de “ande yo caliente (y calientes van a estar, como esto siga así), y ríase la gente”.
Par andar caliente entiéndase generar riqueza, pero no una riqueza de aquella que puede revertir en beneficio de todos, sino la opulencia superflua y aparente de las clases hiperdominantes, del champán a 6.000 euros la botella amontonándose en las playas privadas mientras en otra parte del planeta hay millones de personas que solo pueden beber al día un buchito de barro con larvas, y eso cuando llueve.
Y entre los dos extremos nosotros, que no podemos lanzar la primera piedra contra nadie pues pocos, poquísimos en esta nuestra sociedad occidental estamos dispuestos a renunciar a determinadas comodidades y pequeños lujos que nos han convencido que necesitamos, y que realmente lo único que hacen es mover el molino de otros.
Motu proprio o inducidos por los que se benefician de ello, nos hemos acostumbrado a los móviles, los automóviles, los productos plásticos, el consumo sin mesura, muchas veces por diversión, sin pensar en las consecuencias que ello tiene en las finitas reservas de materias primas del planeta, en las emisiones tóxicas de destruyen ecosistemas y en las térmicas que directamente destruyen el clima en la atmósfera.
Cuando malgastamos y derrochamos madera o papel no pensamos en la deforestación o la contaminación de los ríos, cuando abusamos de los plásticos no pensamos en los millones de toneladas de basura que lentamente se acumulan en el mar en forma de auténticos continentes, causando estragos en la fauna, cuando usamos el coche hasta para dormir al bebé no pensamos en las sequías, la subida del nivel del mar o el deshielo de los glaciares. Total, eso pasa muuuuuy lejos, y dentro de cien años todos calvos.
Vivimos como si esto fueran unas vacaciones en la playa y nos pasáramos el día haciendo hoyos a la verita del mar, cuando lo que estamos haciendo es cavar nuestra propia tumba.
Y es que, en lugar de esperar a que los zánganos de las dietas y las corbatas, esos que se arraciman en una cumbre climática tras otra entre comilonas, hoteles de lujo, fastos y conversaciones huecas que siempre terminan en nada, esperando a repetir la operación unos meses más tarde, todo a ello a nuestra costa, claro, lo que realmente ha de salvar la situación es nuestra propia actitud.
Tomar conciencia medioambiental, reducir nuestra huella de carbono, pesar y sopesar las repercusiones ad futuram de nuestras acciones tanto individuales como en rebaño, ha de dejar de ser una actitud de hippies, veganos y perroflauticos, para convertirse en la tabla de salvación de la humanidad.
Porque no nos engañemos, señores, lo que está en peligro con esta dejadez ecológica, este ya veremos qué pasa, este encastillamiento moral, no son las selvas y los bosques, no son los ríos y los mares, no los glaciares, ni las ballenas, ni las avutardas bizcas del Peloponeso.
No, lo que aquí nos jugamos, aunque suene a título de blockbuster, es ni más ni menos que la extinción de la raza humana.
Y no es que a mí me importe mucho así, a bulto, pero andan por ahí dos o tres personitas a las que no me gustaría ver en el futuro como extras de «Mad Max» o de “El día de mañana”, y mucho menos de «Waterworld», con lo malísima que es.
Personalmente durante algún tiempo abracé con entusiasmo las tesis de Malthus así como solución definitiva en la línea de aniquilación colectiva a modo de sangría depuradora de nuestra madre Gea, pero siendo realista he de reconocer que hay otras formas.
A nivel cotidiano, hemos de modificar nuestros hábitos para procurar que, aunque seamos incapaces de renunciar a nuestro estilo de vida, su incidencia en nuestro medio ambiente sea el mínimo posible.
A mayor escala, hemos de alzar nuestras voces para evitar que las producción salvaje, el comercio desapasionado y el empecinamiento de aquellos que a propósito o porque su primo de Sevilla les ha dicho que eso es un bulo, como nuestro querido mariano, niegan la evidencia de que nos dirigimos hacia una perdición segura que llegará tarde o temprano, sigan fomentando esta deriva mortal.
El fomento de un uso máximo de las energías renovables, el control del origen y el uso de materias primas, la correcta gestión de acuíferos y corrientes de agua, la limitación de emisiones contaminantes ha de pasar de ser una utopía ecológica a la nueva filosofía imperante a nivel global.
De lo contrario las cucarachas, bichos adaptativos donde los haya, heredarán la tierra. Aunque a lo mejor eso no es algo tan malo…