Tienen diferentes pesos, diferentes medidas, diferente moneda, un sistema legislativo distinto al continental, se las arreglan para no aplicar o excluirse de la mayoría de leyes europeas (no están el Shenguen, ni en el euro, por ejemplo) y hasta conducen por el lado opuesto de la carretera.
Si, son nuestros amigos los ingleses, que el próximo día 23 de junio votan si se van o se quedan en eso que, ya con cierta rechufla, creo yo, se viene llamando la Unión Europea.
Teniendo en cuenta todo lo anterior, no se qué diferencia va a haber si se quedan o se van quienes nunca llegaron a estar demasiado.
Ellos seguirán viniendo a incinerarse a Torremolinos o a Benidorm, conduciendo por la izquierda, desafiando al sistema métrico, adorando a su Reina, que Good salve muchos años, porque cuando la palme aquello va a ser la traca, defendiendo a bombín y paraguas sus iconos (léase “England, England” de Julian Barnes, de obligada lectura) y decidiendo sobre el destino continental desde Whitehall y la economía mundial desde la City como hasta ahora, desde la distancia, como quien toca una caquita de perro con un palo.
Nosotros seguiremos yendo a Londres y enamorándonos inexplicablemente de esa ciudad, añorando una campiña en la que la mayoría no hemos estado, destrozando su idioma, teniéndolos como referente cultural y de moda, comprando en Harrod’s bagatelas a precio de oro y jurando por Lady Di que la BBC es la mejor televisión del mundo.
La cosa esta del referéndum no es nueva, ya lo intentaron en 1975, pero si en aquel entonces ganó claramente la permanencia, las encuestas muestran que en esta ocasión la cosa no está nada clara, y que lo que nació como una maniobra electoral de David Cameron para mantenerse a flote en 2013 va a transformarse en un obús desbocado que puede estallar a cualquiera de los dos lados del canal.
En todo caso, si se tiene en cuenta que la gran mayoría, por no decir la totalidad, de actores económicos, desde las grandes empresas e inversores hasta la propia Hacienda Pública Británica o el Banco de Inglaterra, auguran una significativa recesión de la economía Británica, así como una merma de la influencia del país en la geopolítica global, cabe preguntarse a qué tanto entusiasmo y tantas ganas de largarse como muestra una parte de la sociedad.
A nivel de ciudadano medio, es comprensible que se dejen llevar por los temores que, por otro lado, son los de muchos otros países de la UE, y que explotan de forma populista los defensores del brexit, a saber, la inmigración y la injerencia de la Unión Europea en la política británica.
Sin embargo, debe tenerse en cuenta de que mucho antes de que naciese nadie capaz de imaginar que “unión” y “europea” pudiesen contenerse en una misma expresión sin partirse la caja de la risa, el Reino Unido, Inglaterra, Gran Bretaña, Las Islas Británicas y todas sus variantes ya eran objetivo, por su prosperidad y oportunidades, de todo tipo de inmigración, mucho más acusada de la que puedan estar protagonizando hoy en día los ciudadanos de la Comunidad Europea.
Dejando aparte los tópicos de los invasores sajones, daneses y normandos que forman la base de la población británica pure souche actual, han llegado a sus costas cual aluvión del río de la historia hugonotes franceses, judíos de toda procedencia, exiliados políticos y económicos de todo pelaje, rusos rojos, rusos blancos, griegos, italianos o irlandeses, por no hablar de los inmigrantes “autoimportados” de las colonias del imperio, indios, pakistanis o caribeños, entre otros, y eso no va a cambiar estén o no en Europa, por lo que el stop a la inmigración no parece un argumento demasiado válido.
En cuanto a la influencia europea en las normas británicas, desde este lado del canal da al menos la impresión de que es precisamente al revés, y que son países como UK o Alemania los que guían las palabras y los movimientos de la Unión como un ventrílocuo inmisericorde cuidándose bien de que sus actos y decisiones redunden en su favor y no les salpiquen demasiado quedándose, sobre todo Gran Bretaña, como se ha dicho, al margen de sus obligaciones principales y quedando lejos de cualquier cosa que pueda llamarse integración.
No, partiendo de la base de que les prestamos algo más de dos dedos de frente a quienes a lo largo de la historia, y a pesar de su aislamiento insular, han ejercido una poderosa influencia en el destino continental y mundial, el que buena parte de sus dirigentes, que son quienes al final van a llevar a la población a decidir una cosa u otra, aboguen por lo que a priori supondría una catástrofe económica para ellos hace sospechar que ven un poco más allá que el resto, o al menos se atreven a manifestarlo, y que su huída de la Unión Europea responde a otros motivos que, a la larga, podrían resultar más perjudiciales que perder algunos puntos del PIB. Dos son los candidatos que se me antojan más probables.
En primer lugar, no ha de perderse de vista que la Unión Europea está a punto de firmar el TTIP, ese infame libelo que va a suponer una argolla al cuello de Europa que la dejará económicamente, y quién sabe si políticamente, a merced de Estados Unidos y de las grandes corporaciones multinacionales. No es descabellado pensar pues que estas prisas por dejarnos no sean otra cosa que un intento de no dejarse atrapar en semejante ratonera y continuar siendo dueños de su destino, como casi siempre lo han sido. Al menos esta es la postura de una parte de los políticos británicos, que ven en el TTIP una amenaza a los servicios públicos, derechos laborales y autonomía política de su país.
Aunque, por otra parte, existe quien opina precisamente lo contrario, que ante las crecientes reticencias surgidas en el seno de la UE contra el TTIP, lo que el Reino Unido buscaría sería unirse al tratado aunque no lo hicieran sus socios (o ex socios) europeos, por entender que una economía fuerte como la británica resistiría y saldría reforzada si suscribiera el tratado desde una posición dominante y no aborregado junto con los demás “socios europeos”, que con socios así, quién necesita enemigos.
De todas formas, en uno y otro caso estarían dando cumplimiento al dicho típicamente inglés de “If I’m hot People can laugh”…
La segunda posibilidad que podría justificar las ansias separatistas de quienes no hace nada se oponían a su separación de Escocia (precisamente con el argumento de que Escocia saldría de Europa si se independizaba, que andan ya los kilts revolucionados en caso de Brexit) es una realidad palmaria: La Unión Europea se va al carajo, por usar un eufemismo.
Si ya desde su fundación y posterior expansión muchos países llegaron a ella dando el “si quiero” con la puntita de los labios y con un pie retrasado, siempre listos para dar marcha atrás, en estos nuestros revueltos tiempos hemos llegado a un punto de fractura.
Y es que, según se ve desde aquí abajo, los socios más ricos han puesto la directa y se dedican a exprimir a los menos influyentes imponiéndoles unas condiciones de convivencia leoninas y casi coloniales, qué os voy a contar.
A lo que hay que añadir la llegada de cada vez más socios que no acaban de asimilar aquello de asumir las normas y decisiones de las instituciones europeas, bien por no estar acostumbrados a someterse a instancias superiores a su soberanía nacional o bien, precisamente, por haber estado sometidos demasiado tiempo a organizaciones dictatoriales, o directamente por provenir de órbitas culturales demasiado diferentes. Estos países se ciscan directamente en Reglamentos, directivas, recomendaciones o acuerdos, y van a su aire al menor indicio de que no les conviene lo que dice mamá Europa, véase como último ejemplo de ello el tema de los refugiados.
El caso es que por arriba o por abajo, unos y otros están tirando demasiado de la manta europea, y es cuestión de tiempo que ésta, tan zurcida ya, se rompa por alguna costura, no siendo de extrañar que los ingleses, tan previsores, quieran evitar que la cosa les pille en medio haciendo mutis por Picadilly Circus.
O, a fin de cuentas, puede que a mí se me haya ido un poco la olla esta última hora.
¿Ché sara sara? O como diría el bardo inmortal, remain or not remain…